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sábado, 31 de agosto de 2019

De mi libro: "El Evangelio según Zaqueo" - 26 - EN LA SINAGOGA DE NAZARET



LAS PÁGINAS QUE SE LEEN ENSEGUIDA,
SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(EL ARCA EDITORES - 2004)


Una muy personal forma de ver,
La Vida Humana de Dios Hecho Hombre.

“Santifícalos con La Verdad.
Tu Palabra es La Verdad.”


Riviera Maya, México;
Septiembre 1 del 2019.

26 DE 40


EN LA SINAGOGA DE NAZARET

Cierto, ellos dos (María y José) ya habían logrado su plenitud como seres humanos. Les habían encargado, y ellos lo habían logrado: procurar por el Bebé Dios al momento de nacer hombre; cuidar y enseñar al Niño Dios en su primera estancia en la tierra; educar y formar al Hijo de Dios Adolescente y soltar con seguridad al Joven Dios antes de su Unción.

Todo lo hicieron bien. Es cierto, el Bebé nació en un pesebre y no en una cuna como hubiera sido correcto, pero las circunstancias no lo permitieron. También es cierto, el chamaco se perdió durante 3 días en el gentío de la gran ciudad, pero lo encontraron sano, salvo y regañón, lo cual indicaba que estaba muy bien. También es cierto, no le pudieron dar grandes comodidades como merecía, pero él se las arregló para substituirlas.

María y José amaron siempre hasta el límite a Jesús de Nazaret, al nivel de la angustia, en el crisol del amor en donde el sufrimiento, la humillación y la desesperanza, purifican la entrega y sacan lo mejor de cada quien, en el camino de la Caridad como única Virtud que permanece delante de Dios.

Este día pudo haber dicho José: “Yo, ya me puedo morir e irme con Dios a los cielos; mi labor aquí ha terminado”. Pero no lo dijo, antes al contrario, alargó su estancia entre nosotros para gustar del Ungido del Señor, del que él era su padre adoptivo. ¡Bendito seas José!

A María sin embargo, le quedaba andar en el camino de la Madre de la Rabboni. Ya había vivido los hechos de Gozo de su amadísimo Hijo, pero aún le quedaban los de Luz, los de Dolor y los de Gloria, en los que Ella siempre estaría presente, al lado de Él, como desde el primer día en que se hizo Hombre. La “Llena de Gracia” como la llamo el Ángel Gabriel; la “Bendita entre todas las mujeres” como la llamó su amada prima Isabel; tenía muchos años más que vivir el Ministerio de su Hijo.

Pero el día de hoy, que debiera ser considerado como la más grande acción misericordiosa de Dios para la humanidad (puesto que el Hijo se encontraba entre los hombres en calidad de Dios Actuante), solo se viviría felicidad y dicha en el pequeño pueblo de Nazaret; en la casa de José el carpintero, “el padre” de Jesús que tanto hizo en su vida por la vida humana del Hijo de Dios. Hoy solo es Gozo, Luz y Gloria en Galilea, porque el camino de la salvación se ha iniciado y ha iniciado en Nazaret.

Era sábado en la mañana; salieron de su casa Jesús, María y José; se dirigieron a la pequeña Sinagoga de Nazaret, en donde aguardaba ya el viejo rabino Eleaza y el anciano fariseo Josué. Uno cuidaba la parte del ceremonial en cuanto a ofrendas menores y el otro era el encargado de leer la Torá para los asistentes. Ambos estaban sentados a la puerta de la entrada del diminuto pórtico, esperando que sucediera lo de todos los sábados: venían cinco o seis familias a la ceremonia.

Sin embargo, este sería un día para recordar, un sábado diferente a todos; delante de sus ojos aparecieron Jesús al frente, seguido de María y sus esposo José; y detrás de ellos, todo el pueblo de Nazaret, todos los habitantes que podían contarse entonces: hombres, mujeres y niños. Ni uno solo quedó en sus casas. El día anterior se habían enterado que Jesús predicaría en Nazaret, igual que como ya lo hacía en muchos otros lugares. También esperaban todos que sucediera algo extraordinario con sus vistas, así pues, fuera por el sano interés o por el morbo, todos los vecinos de esta Sagrada Familia se dieron cita en la Sinagoga.

Para María este sería un día inolvidable también; se lo describiría años mas tarde a Lucano, pues ella siempre lo consideró como el día en que su Hijo inició su predicación. Fue impresionante la ocasión. Conforme se acercaba la multitud, ni Eleaza ni Josué daban crédito a lo que sus ojos veían; no acertaban a pensar qué estaba sucediendo.

Jesús se detuvo exactamente a la entrada y saludó ¡Shalom!; los dos ancianos no lo reconocieron y solo supusieron quién era porque lo flanqueaban María y José. Fue el levita quien tomo la iniciativa haciendo una temerosa pregunta:
¿A qué se debe este tumulto?, dijo.
José le respondió: Jesús ha venido a visitarnos y aprovechando
el Sabat predicará en la sinagoga.
Pues sean bienvenidos y pasen, dijo Eleaza.

La gente se arremolinaba detrás de ellos procurando encontrar un espacio en dónde ubicarse. Josué, el fariseo, estaba parado delante de los manuscritos con que contaba la sinagoga (que no eran muchos ni estaban completos), esperando recibir la instrucción de Jesús.
Bien sé de las carencias de tu acervo Josué, más el rollo que será
leído el día de hoy sí lo tienes en este lugar. Le dijo el Maestro.
Es el de Isaías.

El viejo fariseo volteó y extrajo el rollo solicitado; lo entregó a Jesús y tomó su lugar en el recinto. El Rabboni empezó a leer con una claridad tal que todos quedaron maravillados.

Lo leyó en hebreo, como está escrito, e inmediatamente después lo repitió de memoria en arameo, para que todos pudieran entender. Ni el rabí ni el fariseo podían entender lo que sucedía. Sus ojos estaban abiertos a su máxima extensión, sin parpadear siquiera; no querían perderse detalle de lo que veían. Entonces empezó el murmuro de los que estaban dentro de la sinagoga; comentaban maravillas de lo que había hecho este nazareno que muchos conocían bien y otros solo habían oído hablar de Él.

María y José, sentados en la única banca disponible de la sinagoga, no dejaban de sollozar de alegría ante lo que estaban presenciando. Ellos sabían muy bien que finalmente El Mesías estaba haciendo acto de presencia. “El espíritu del Señor está sobre mí; me ha ungido para proclamar la buena nueva a los cautivos…”, había leído de Jesús.

La felicidad de Madre y Padre adoptivo era tal, que empezaron a irradiar un halo luminoso y todos los asistentes se maravillaron. Cual estatuas de piedra quedaron todos ante el suceso. Y entonces dijo el Señor:
“ Hoy  se cumple en mí esta escritura”

Si algo caracteriza a la gente de Nazaret de todos los demás galileos, es su escepticismo, su incredulidad y su recelo ante el bien ajeno. Solo bastaron esas palabras del Maestro, para que empezaran sus coterráneos a inquirir contra él:
¿No es éste el Hijo de José; el carpintero?, ¿Acaso no es María su
Madre, que está entre nosotros?; ¿Qué no conocemos todos a sus
familiares y parientes?, ¿Porqué entonces nos viene a predicar como
un extraño y ha ufanarse del cumplimiento de profecías en su
persona?, ¡Que salga al patio y que nos muestre los poderes que
tiene para llamarse a sí mismo Mesías!

Afuera, en donde casi nada habían oído de lo que Jesús había dicho, pero sí habían escuchado cómo le increparon, empezaron a gritar para que Jesús saliera y ejecutara algún milagro. ¡¡Que salga!!, ¡¡Que salga!! Se oían los gritos. Ante lo cual el Rabboni aceptó salir. Parado abajo del dintel de la puerta, Jesús se dispuso a ‘complacer’ a la muchedumbre.

Todos lo miraban con arrogancia, con incredulidad y con desprecio. Ni uno solo de los que estaban afuera creía que ‘ese Jesús de Nazaret’ pudiera ser otra cosa que un charlatán. El ambiente se fue tensando cada vez más, de tal forma que Jesús, por más que se esforzaba, no podía concretar ni uno de sus portentos. Entonces se dio cuenta que era la Fe, el buen deseo de que las cosas sucedieran y la disposición de los favorecidos lo que operaría los milagros.

Apesadumbrado por el proceder de la gente de su mismo pueblo, dijo:
“Nadie es profeta en su propia tierra…”Es tan dura su cerviz que
El hijo del Hombre nunca operará un milagro entre vosotros”.

Todos empezaron a vociferar contra Él y se arremolinaron para tomarlo en vilo y despeñarlo por una de las laderas del cerro en que se encontraba la sinagoga. Nadie pudo siquiera tocarlo; una fuerza poderosísima lo rodeó a Él y a María y José, y los tres salieron caminando entre todos los que allí se encontraban.

Los tres regresaron a su casa en el valle frente a la sinagoga. María y José estaban mudos ante lo sucedido. Había quedado muy claro: la vida de queridísimo Hijo nunca sería fácil, bien aceptada o socorrida. Cualquiera que quisiera algo de Cristo, habría de poner de sí mismo Fe, Esperanza y Amor a fin de ser correspondido en sus deseos por el Hijo de Dios. Fe para pedir, Esperanza para desear tenerlo y Amor para agradecer lo inmerecidamente recibido. Esa será la mecánica de los milagros del Señor; cuando ésta no se cumpla, nada sucederá.
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Orar sirve, es bueno para nuestra alma y nuestra mente.

De todos ustedes afectísimo en Cristo,

Antonio Garelli





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