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jueves, 21 de junio de 2018

Del Libro V.G. - 44 - Zaqueo, el Jefe de Publicanos


Santifícalos con La Verdad.

Ciudad de México, Junio 22 del 2018.

DEL LIBRO
Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil
44 de 130

Tiberíades, Galilæus Tetrarchia
Martius XXV
Año XXI del Reinado de Tiberio Julio César

ZAQUEO, EL JEFE DE PUBLICANOS

En la cena y recepción de ayer en la noche, no estuvieron presentes ni Lucanus ni Zaqueo de Jericó; aunque ya se encontraban hospedados aquí.  No me extraña del primero, sí, y mucho, del segundo; más aún sabiendo la vida que se dan estos hombres que, al amparo de sus influencias como servidores del Imperio, amasan enormes fortunas y se dan la gran vida en todas las reuniones de sus territorios.  En el domus de visitas en que nos han hospedado (con instalaciones luxurius summus, que más parecen ofensa, que gran atención), hemos desayunado individualmente en nuestras habitaciones.  Los asistentes son de tal forma eficientes que uno se siente como en su propia casa, o ‘como en sueños’, según ha dicho Tadeus.

En punto de la hora segunda se presentan en mi ‘suite’ (como le dicen en la Gallia a estas habitaciones), nuestros invitados: Lucanus, impecablemente limpio en su persona y sus vestidos, como el día en que le conocí; y Zaqueo de Jericó, que ha escogido su mejor túnica romana y una toga que reluce finura. 
       ¡Ave César, Ciudadanos insignes!, les digo al verles.
       ¡Shalom, Shalom!, me responden ellos.
       ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, es un inmenso honor conocerle!, se adelanta Zaqueo hacia mí, con los brazos abiertos para saludarme. 

El hombre es extremadamente bajo, quizás ni siquiera alcanza los cinco pies de altura; es obeso y completamente calvo; solo una línea delgada de cabello circunda su regordeta cabeza.  Todo en él es pequeño: brazos, manos, piernas y torso; igual que ojos, boca, nariz y orejas; y sin embargo, su persona no es desagradable; al contrario, uno quisiera tocarle por su afabilidad tan manifiesta.  Su sonrisa es permanente y pareciera que nunca pierde el buen humor.  Está perfectamente afeitado, cual ciudadano romano que es, en virtud de sus cargos en la Recaudación de Impuestos del Imperio.
       ¡Zaqueo de Jericó!, le agradezco infinitamente que haya aceptado mi invitación y nos acompañe a esta reunión. Le contesto atentamente.
       Hace algunos años, este hubiera sido el día más grande de mi vida, Tribunus Legatus; las reuniones con los jerarcas romanos no las pasaba yo por alto bajo ninguna circunstancia. Me comenta con sinceridad.
       Y hoy, ¿por qué no lo es Zaqueo de Jericó?, le pregunto para incomodarle en plan de broma.
       Porque el día más grande de mi vida, Tribunus Legatus, y sin afán de ofenderle a Usted,  fue hace poco más de un año, cuando el Divino Rabbuni Iesus Christi, decidió visitarme, departir sus alimentos conmigo y hospedarse en mi mansión en Jericó con todos sus Apóstoles y Discípulos.
Si Usted le hubiese conocido así, como yo tuve la honrosísima posibilidad,       diría exactamente lo mismo que yo: que ese ha sido el día más grande de         su vida.  A muy pocos, Veritelius de Garlla, a muy pocos concedió tan   grande honor. 
Además, con la diferencia que a los otros les conocía, eran sus amigos o          eran gente digna; no como yo, pecador irrefrenable e indigno tan solo de       hablar con Él.
A Jericó le llevó Leví, nuestro mutuo amigo, a quien Él llamaba Mathêo, (que significa Don de Dios), por el gran amor que le tenía.  Desde esa bendita ocasión en que El Cielo se me abrió, Tribunus Legatus, he cambiado diametralmente a lo que antes era; pero aún así, nunca podré perdonarme no haberle seguido al instante como Él quería; sino hasta que pecaminosa condición humana concedió, cuando ya era demasiado tarde. (El hombre no deja de hablar, y para este momento sus palabras son entrecortadas y con inhalaciones de sollozo).
Una sola ocasión en mi vida pude verle, Veritelius de Garlla, solo esa vez         en que Él decidió ir a Jericó.  Nunca más pude volver a tenerle cerca de    mí, porque ocho días después de su visita a mi ‘Domus’, los hipócritas Fariseos y Saduceos envolvieron a su débil Procurador Poncio Pilatus,       para que le condenara a muerte, y muriera en la cruz.
     ¡Ese mismo maldito día, recibí la horripilante noticia de los acontecimientos, Veritelius de Garlla!  ¡Ese día maldije a Roma, su   Imperio y sus débiles e incapaces gobernantes!  ¡Y les maldigo todavía    hoy, por haber matado a Mi Señor, Iesus Christi, Mi Salvador!

El hombre no ha resistido más, y lleno de emoción suelta en llanto toda la frustración retenida por tanto tiempo.  No puede ni siquiera impedir que su llorar sea tan sonoro y tan profundo que nos apene a todos, que casi lo hacemos juntos con él.  Lucanus, por supuesto, solloza de igual forma, pero conteniendo más su emoción.  La escena es por demás desgarradora, pues ver a un hombre llorar de rabia con tanta impotencia como lo ha demostrado Zaqueo, causa ‘pena ajena’, de esa tan dolorosa y profunda que a veces ni la propia, en las peores circunstancias, es así.

Ahora sí me animo a tomarle por los hombros para de alguna forma consolarle, porque el pobre hombre sigue llorando profundamente dolido.  Ya habíamos tenido situaciones semejantes en las Audiencias, pero esto no tiene comparación; Zaqueo de Jericó llora una pérdida irreparable del todo; algo que, como él mismo ha dicho, ‘nunca podré perdonarme no haberle seguido al instante’:
       Quisiera poder decirle algo que le reconfortara, Zaqueo de Jericó, le comento; sin embargo sé que nada que yo pueda hacer o decir disminuirá su pena. Por favor, acepte mis disculpas y las de nuestro Emperador, pues ambos estamos conscientes del irreparable mal que les hemos infringido, como promotores de la Iustitia Romana, al menos.  Entiendo que nuestro proceder como gobernantes no ha sido en este caso ni cercano a sus deseos y necesidades; además no podemos restituirlo de forma alguna. Pero esa es la principal razón por la que estamos aquí, pidiendo su ayuda, Zaqueo.  Para que sean ustedes mismos los que generen las condiciones para aminorar la terrible pérdida.

Ni siquiera mueve la cabeza; le he podido sentar en un sillón solium, y se ha quedado encorvado, hundido, visiblemente abatido y apenado.  Este hombre tiene el alma dolida, con un dolor que ni la guerra, en su más intensa expresión; ni la muerte en su más inesperado momento, causan; es dolor de la psiké, dolor espiritual; no físico o corpóreo.

De repente, se levanta como impulsado por ‘una fuerza extra’, y nos dice:
       Me apena mucho haberles hecho pasar un momento tan desagradable.  Yo no quería que esto sucediera, pero me han vencido frustraciones que se han acumulado en el transcurso del último año.  Si Usted me permite, Tribunus Legatus, quisiera retirarme.
       Zaqueo de Jericó, nada debo ni puedo hacer para retenerle; pero sería mucho más valioso si pudiera Usted quedarse, pues esto no ha ocurrido porque Usted o yo queramos, sino por “El Christus Mandatus”.  Yo estoy plenamente convencido de ello; espero que Usted pueda percatarse de lo mismo. Le digo hasta con temor de su reacción; momento en el que interviene Lucanus para animarle
       Bien dice Veritelius de Garlla, Zaqueo, ha sido el Señor quien ha dispuesto que esto suceda; ‘hagamos, pues, Su Voluntad’, tal como Él hubiese querido. Me he quedado boquiabierto por la excelsitud mostrada por el joven antioqueno; está muy claro, los ‘iluminados’ tienen otro nivel; ni cerca estamos de ellos.
       Si cree Usted que sea conveniente que me quede, Tribunus Legatus, así lo haré, pero ya no quiero mortificarle más. Me dice, con voz casi muda.
       Por supuesto que juzgo conveniente que nos haga favor de quedarse; para eso he viajado dos mil millas, Zaqueo de Jericó; para verle y conversar con Usted y sus hermanos. Le respondo.
       Yo he atendido su invitación por dos razones, Tribunus Legatus: la primera es porque el Apóstol Pedro me pidió que viniera, y aquí estoy; y la segunda es para agradecerle profunda y personalmente su intervención en el juicio para destituir al infame Poncio Pilatus.  Cuando supe que sería Usted el que llevaría al cabo el juicio, agradecí al cielo que se hiciera justicia; pero ni con la vida de ese infame Procurador, podrá pagarse el mal hecho.
       Lo que está en nuestras manos, Zaqueo, siempre será hecho y de la mejor forma posible; le contesto.

Acabo de vivir uno más de esos momentos inolvidables e inesperados que nos ‘prepara’ el “Christus Mandatus”.  Reiniciamos nuestra conversación hablando de todo y de nada; del acontecer de nuestros pueblos y de las dificultades que vivimos. 
Zaqueo sabe tanto de mí que pareciera mi biógrafo militar; conoce mis batallas, los triunfos y las derrotas (porque ciertamente no he sido invencible); sabe de mis ascensos en el Ejército Imperial y de mi advocación por el Emperador; sabe de mis antepasados y de mis descendientes; casi puedo decir que él recuerda cosas que yo ya he olvidado.  A la pregunta del por qué tanto interés por una vida tan diversa de la suya, simplemente me dice:
       Los héroes de uno, Veritelius, son precisamente lo que uno no es; y la vida de un hombre público, no tiene facetas de vida privada. Yo sé y repito simplemente los que el populus sabe y dice; y dado que es Usted hombre público y héroe romano; el pueblo tiene conocimiento suyo.   ‘Vox populi’, que hay quien ofende diciendo que es ‘Vox dei’; así en plural puede serlo, es la voz de los dioses; pero en singular, La Voz de Dios es la de Su Mensajero, fue lo que le oímos decir a Iesus Christi. 

Yo en cambio, ahora solo sé que existe, que fue ‘tocado’ por la Divinidad de Iesus Nazarenus, y que, estoy seguro, formará una parte muy importante de la cadena que estamos forjando con el “Christus Mandatus”; un eslabón insustituible en tiempo, forma y lugar.  Yo solo le he mandado llamar por su posición como Jefe de Recaudadores de Impuestos para el Imperio; y sin embargo, eso de nada servirá ante la demostración de sensibilidad, apego y disposición que hoy tiene, y vive, respecto del Iesus Christi. 
       Dejé todas mis responsabilidades para con el Imperio Romano hace exactamente once meses, Tribunus Legatus; y para cuando entregué tan ‘jugoso oficio’, el Señor me concedió algo infinitamente mayor: Su Sanctus Spirîtus; que me concedió el día de Pentecoste, me dice el pequeño jericotense.   No quise hacer la entrega al “Procurador”, porque de haberle visto hubiese escupido su cara, y él me hubiese matado; y valgo mucho más vivo que muerto; yo no soy ni héroe, ni inmortal; y además tengo una gran deuda moral qué pagar.
       De la inmortalidad, Zaqueo, solo los dioses saben.
       Solo Dios, Veritelius, solo hay un Dios Verdadero; me corrige de inmediato.
       Dígame, Zaqueo, ¿dónde podemos obtener información acerca del Señor? Le pregunto con candidez y el hábil iudaicus responde de inmediato:
       María; la Santa Madre de Dios; ella es la mejor fuente que podamos encontrar para saber acerca de su Divino Hijo, Iesus Christi.  Pero ella nunca vendrá a este lugar, Veritelius; ¡ni muerta!; de eso estoy tan seguro, como de que ella nunca morirá. Asienta el hombre.
       ¡No!, por supuesto que no es necesario que ella venga aquí; nosotros iremos a donde sea menester; pero sería glorioso poder conversar con ella lo antes posible.  Repongo ante su señalamiento.
       Si eso fuera posible, interviene Lucanus, yo mismo me ofrecería para estar con ella todos los días que fuesen necesarios. Asienta el antioqueno al percatarse de tan maravillosa oportunidad.
       Yo creo que sería posible; pero tendría que aprobarlo el Apóstol Petrus primero.  Solo él tiene esa autoridad. Aclara el Discípulo.
       Claro, les digo, dentro de cuatro días nos veremos en Betania, la de Lázaro, en una reunión a la que he sido invitado por el Apóstol Jacob y allí podríamos solicitarle su aprobación; concluyo diciendo.
       Es una gran ocasión, dice Zaqueo, pues desde ese Bendito lugar el Señor Ascendió a los Cielos; por ello siempre recordaremos el pueblito como “Betania de la Ascensión”.
Ya con plena paz en su alma, Zaqueo nos comenta todo lo que ha hecho en el último año transcurrido; cómo ha entregado su cuantiosísima fortuna para cubrir las necesidades materiales de la naciente Iglesia; cómo ha dejado todo para dedicarse solo a la propagación del Evangelio, asistiendo todos los días a la Sinagoga de Jericó para enseñar lo que ha aprendido de los Apóstoles y siendo ejemplo vivo de arrepentimiento y de perdón.

La plática ha tomado curso y entre comentarios, ideas y proyectos, se nos han ido más de seis horas hablando, siempre sobre el “Christus Mandatus”.  Por allí me acuerdo de un Salmo que leí en la “Biblos Hebraicus”, que dice: “Cuánto regocijo hay en los que siguen al Señor”. Ahora caigo en la cuenta de su significado; todos los que estamos aquí, sentimos el gozo de hablar sobre Iesus Nazarenus; el Mashiaj; El Salvador.  Hablar con estos hombres es interminable; siempre tienen algo más que enseñar y qué decir; son una fuente inagotable de sabiduría y verdad.

Las viandas para comer han llegado; sabiendo que esto podía suceder, he pedido al Maiordomus, que prepare todo cuanto comamos de forma que un iudaicus pueda comer con nosotros; y se lo hago saber a mis invitados, para que con libertad elijan dónde comer; y si es posible juntos, mucho mejor.  Por lo cual hago la imperiosa pregunta: “¿Nos acompañarían a comer?”
       Simón Petrus me ha dicho: “Zaqueo: Veritelius te invitará a comer o a cenar, o a ambas cosas; puedes aceptar, es un ‘gentil digno’”; así que: con el permiso otorgado, no hay pecado. Dice gustoso el tardío Discípulo.

En punto de la undécima hora del día, Lucanus Tadeus y yo despedimos a Zaqueo de Jericó, quien viajará hasta Hierosolyma para estar con Los Doce en las celebraciones de la Pascua.  Como siempre pasa con ellos, con Apóstoles y Discípulos, su visita ha muy productiva para nosotros; en este caso, Lucanus es el más animado, pues la idea de conocer a María La Madre de Iesus Nazarenus, le ha fascinado; igual que a mí.




Tiberíades, Galilæus Tetrarchia
Martius XXVI
Año XXI del Reinado de Tiberio Julio César

TIBERÍADES Y EL LAGO

Tiberíades es la ciudad más romana de todo el  Imperio (ni Roma misma tiene tantos romanos o ius latii, comparados contra los extranjeros que la habitan); porque en esta ciudad, ¡simplemente no viven iudaicus!, ¡solo gentiles! Ellos no quieren vivir aquí porque es ‘una ciudad de paganos’; esta gente es en verdad incomprensible.  Fundada hace apenas quince años por Herodes Antipas, en honor de Tiberio César, la ciudad es novísima; todo está ‘como recién hecho’ y además, tiene todas las habilitaciones que el Imperio necesita para funcionar.  Yo conozco más de mil comunidades, pueblos y ciudades; pero nunca había estado en una como ésta: hecha a la medida de los romanos pero sin ser aprovechada por los naturales del lugar.

El Lago de Kinnéret, como le llamaban los Isrâêli del tiempo de los Jueces, desde Josué hasta Samuel, o Lago de Genesaret en tiempo del Rey Salomón,  ahora se conoce como ‘Mar de Galilea’ por los naturales de la región; y Lago de Tiberíades por los extranjeros.  Es una hondonada muy profunda que producen las serranías que le circundan; no es muy extenso, aproximadamente quince millas de largo por diez de ancho, pero sí muy profundo y lo mejor que tiene es que su agua es dulce, fría y cristalina y en algunos lugares hasta es bebible.  El Río Jordán Septentrional es el afluente que le suministra caudales muy grandes que trae de las grandes montañas de la Cordillera del Líbano Meridional, que tiene montes tan altos como el Hermón y el Har Merón.  Hay nueve poblaciones en la circunferencia de sus riberas, algunas de las cuales son auténticos ‘pueblos de pescadores’, dada la gran cantidad de peces que tiene. 

La ciudad más grande es Cafarnaúm, lugar en donde inició la Predicación de Iesus Nazarenus, y la más antigua es Kinnéret, fundada hace más de mil años.  Tiberíades, obviamente, el la más nueva y solo se utiliza como lugar de residencia de las Fuerzas Militares Romanas permanentes en Palestina; está llena de jardines y andadores y fue habilitada de origen, por Herodes Antipas su constructor, con una marina para navis de recreo, un teatro techado, dos templos romanos y dos conjuntos de edificios de oficinas del Imperio.  Las plazas son espectacularmente grandes y bellas, adornadas con estatuas marmóreas de dioses, héroes y próceres romanos.  Entre palacios, mansiones, casas y pequeños appartamentii, Tiberíades debe alojar varios miles de ciudadanos romanos.

Los paisajes desde cualquier lugar de la ciudad, del lago hacia las lomas o viceversa, son bellísimos pues a pesar de las muchas construcciones, el Jerarca Iudaicus y sus constructores planearon y realizaron muy armoniosamente la obra de urbanización, hasta se dieron el gusto de plantar cipreses romanos de los Appennini Latinos.

La ‘muralla’ que rodea el perímetro completo del conjunto (de dos millas de largo), está fabricada con troncos de pinos de cincuenta pies de altos, con torres de vigilancia en las cuatro puertas de acceso y en las esquinas del sitio.  Siete mil romanos viven aquí.


† † †


Orar sirve, oremos por nuestros Pueblos.

De todos ustedes afectísimo en Cristo

Antonio Garelli



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