“… Señor, quédate con nosotros...”
San
Cleofás en Emaús
Riviera
Maya, México; Junio 14 del 2025.
LAS PÁGINAS QUE SE LEEN
ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(Antonio Garelli – El Arca
Editores – 2004)
EL JOVEN DIOS
Cuando Jesús tenía
20 años, igual caminaba en dirección al Mar de Galilea (donde tenía muchos
amigos), que hacia al imponente Mar Grande, enclave de puertos marítimos con
una población muy importante de extranjeros; a través de los cuales era posible
conocer la cultura y costumbres de otras naciones. Es cierto que los judíos nunca destacamos
como grandes navegantes, es más, ninguna de nuestras ciudades principales se
asentaba en la costa, pero la ubicación estratégica de Palestina en las rutas
marítimas y terrestres del Imperio Romano entre Oriente y Occidente, nos hacía
una región privilegiada con un gran comercio de bienes y servicios.
Jesús conoció todo
eso en visitas constantes que incluían el contacto directo con mucha gente de
múltiples naciones. Pasaba horas en
pláticas con todo tipo de personas que le ayudaron en su acercamiento a los
problemas comunes y corrientes de los seres humanos. Y no fue que Él no los conociera, sino que
alimentaba así, en ellos y no en Él, los valores universales que debían
poseer. Esa gente extranjera se llevó
las múltiples enseñanzas de Jesús a sus pueblos de origen. Pero en las orillas de Mar de Galilea la
labor realizada por este maravilloso “hombre”, fue diferente. Desde Bethsaida en la orilla Noreste del mar,
hasta Tiberíades (esa fastuosa ciudad inaugurada por Herodes el Grande en honor
de Tiberio César), ubicada en el extremo Suroeste; Jesús recorrió palmo a palmo
el terreno que después le sería muy familiar para el inicio de su Ministerio.
Allí
vio por primera vez a Mateo, el de mayor edad entre todos los discípulos, solo
tres años menos que el Señor. Simón pudo
haber sido el de más arrojo, el más intrépido y también el más líder; pero Leví
era el más culto, el mejor preparado, el que mejor entendió el Ministerio de
Jesús de Nazaret. Cuando Jesús le dice
aquella mañana “Sígueme”, Mateo no
duda un instante porque sabe que ha sido elegido por el Maestro para ser su
Apóstol. Llevaban 15 años conociéndose,
frecuentándose, siendo amigos, sabiéndose intimidades humanas uno del
otro. Leví recibió de su padre la
oportunidad de estudiar para Fariseo, si no lo era, fue precisamente porque era
ambicioso, tenía ansias de poder, quería ser diferente a todos en su familia,
una familia de levitas, de sacerdotes, de gente dedicada a Dios. Pero siempre reconoció la Divinidad de Jesús,
siempre la palpó y la comprobó. Él sabía
quién era; por eso a su llamado reacciona de inmediato, porque sabe que le está
llamando el Mesías, El Salvador, Cristo Jesús.
También
conoció (y le conocían) a Felipe de Bethsaida, Simón, Andrés, Santiago y Juan;
por supuesto a Santiago el Menor y Judas su hermano, hijos de Alfeo y parientes
suyos; y a Simón de Caná. Nueve galileos
en total; no me extraña, todos eran muy afines al Señor. Los que me extrañan son los tres restantes: Tomás
y Judas Iscariote, ambos de la Gran Ciudad de Jerusalén; y el ‘buen hombre’
Bartolomé, de Betania. Le digo así,
porque lo era, él conoció a Jesús en uno de sus viajes a Jerusalén para la
celebración de las Fiestas de Pascua y a partir de entonces, nunca dejaron de
verse; al menos cada año en su casa.
Mucho tiempo pasará antes de que el Cristo les llame a todos.
Para
Jesús los primeros años de su vida humana con José, su padre adoptivo, fueron
fundamentales en su formación.
Desde
siempre había sido un ‘preguntón’ natural; todo quería saber, todo quería
experimentar, todo quería tener bajo control. Y ahí estaba José para responder,
para enseñar, para educar en la portentosa prudencia de José (que no tengo ni
la menor duda de que le fue dada como Don Celestial después de nacimiento de
Jesús), solo cabía el anhelo de serle útil al Mesías. Jamás le obligó a hacer nada. Nunca impuso su voluntad, José entendió
siempre cuál sería su papel como padre adoptivo.
José
enseñó a Jesús a caminar en el campo; a sembrar una planta o una semilla; a
distinguir los árboles y las maderas de cada uno. Cuáles tenían flores y frutos y cuáles
no. Cuáles crecerían grandes y fuertes y
cuáles serían pequeños arbustos. Le enseñó
la utilidad de cada madera: cuáles deberían solo utilizarse en cortes pequeños
y elaborar con ellos utensilios para la casa, para los talleres, para la
labranza, para la pesca. Le enseñó la
importancia del agua y de la tierra. Le
mostró la vida y la muerte en la naturaleza y las ventajas de ello en la
nuestra.
De
la mano de José, Jesús hizo su primer viaje al Lago Tiberíades, el Mar de
Galilea, que tantos prodigios y portentos vería en los años de su
Ministerio. Con José a su lado, subió
Jesús por primera vez al Monte Tabor, su favorito de todos cuantos había. José le enseñó a amarrarse las sandalias, a
ceñirse el cinto, a cubrirse el rostro en las tormentas de arena y en las
lluvias de estación.
José
se dio el gusto de ver crecer al Joven Jesús; hermoso, se parecía mucho a su
Madre; sano, radiante, sobrenaturalmente inteligente. Sin un ápice de mal en su ser; todo bondad,
todo verdad, todo belleza. De José
aprendió Jesús el valor humano del ayuno y la razón de ser del mismo. Juntos navegaron por primera vez en una
lancha de pesca, una experiencia que Jesús jamás olvidaría y que ya en pleno
uso de sus Divinos Poderes, hasta se deleitaría en ello.
A
partir de los veinte años de edad, el Joven Jesús de Nazaret inició sus
correrías por el campo, las montañas, el lago y el mar. A partir de entonces todo lo que José había
enseñado se convirtió en valiosísima experiencia para ser usada en alabanza y
Gloria de Dios. Fueron muchas jornadas
las que utilizaría Jesús para enriquecer su vida humana antes de que el
Espíritu Santo descendiera sobre Él y lo llenara de los poderes que requeriría
para su Ministerio como El Mesías.
Cuando
uno tiene un padre terrenal como José, la vida puede presentarse favorable o
no; uno sabrá con las enseñanzas recibidas, cómo enfrentar los inconvenientes
que se presenten. Cuando uno tiene un
padre como José, se siente pleno, en confianza, con certeza. Cuando uno ha recibido el apoyo de su padre,
nada parece insalvable, todo se ve ‘natural’, como que a lo aprendido en
experiencia ajena solo le falta el ingrediente personalísimo de uno mismo, pero
ya se sabe qué se debe hacer, cómo se debe actuar, cuáles son los pros y los
contras, lo positivo (para hacer) y lo negativo (para dejar de hacer). Ciertamente que El Padre en los Cielos le
escogió a Jesús ‘un substituto a la medida’ como padre adoptivo en la Tierra.
No,
no todos hemos tenido un padre como el que Jesús de Nazaret tuvo en José el
carpintero. En la mayoría de los casos
hasta se podría decir que nuestro padre natural nos ha demostrado con ‘su
hacer’, precisamente lo que ‘no debemos hacer’.
Más a menudo tenemos que aprender qué hizo nuestro padre y cuáles fueron
sus resultados obtenidos, para que a partir de eso podamos decidir qué debemos
hacer nosotros para obtener mejores logros que los alcanzados por nuestros
progenitores. Y no se necesita mucho en
este asunto. Todo hijo solo demanda
tiempo y atención personalizada en su educación. Algo que no todos los padres dan.
Realmente
no importa si el padre tiene grandes bienes o, al contrario, solo tiene grandes
carencias. Lo que sí es muy importante,
es su interés por sus hijos; su deseo de participación, su involucramiento.
Y
José era especialmente pobre en recursos.
Nunca tuvo dinero que le sobrara para atender las necesidades de “buena
educación religiosa” para ‘su hijo’. Los
Escribas y Fariseos (esos odiosísimos contemporáneos de José y míos, que tanto
encarecieron el aprendizaje de la Palabra de Dios, de la Ley y los Profetas),
se encargaron de imposibilitar el conocimiento generalizado del tema, solo para
enriquecerse al máximo a costa de los ricos y poderosos. No, José nunca pudo solventar esos gastos, y
por lo tanto, nunca envió a Jesús a estudiar a la Yashiva de la Sinagoga.
Cierto
es que lo indispensable (casa y comida), no les faltó para su subsistencia;
pero las carencias, el desprendimiento de los bienes materiales y el
aprovechamiento al máximo de los recursos disponibles, hicieron de esta familia
un ejemplo de unidad y amor a pesar de sus limitaciones materiales. Antes, al contrario, fue precisamente esta
situación la que los mantuvo en constante armonía y siempre dispuestos a alabar
a Dios.
Fueron
muchos años los que convivieron juntos, ya que José todavía vivía cuando Jesús
de Nazaret inició su Ministerio. ¡¡Qué
gran Gracia de Dios permitirle a José ver concluida su misión como padre
adoptivo de El Salvador!! José recibió
en vida el resultado de su esfuerzo, el fruto de sus semillas, el producto de
su trabajo. Este fue el ‘agradecimiento’
de Dios para su “Padre Adoptivo”, haberse sabido útil en el trabajo de la
Salvación del Mundo que realizaría con su vida el Cristo.
Cuando
leo y recuerdo todas las Parábolas de Jesús de Nazaret, me imagino a Jesús
Niño, a Jesús Joven y a Jesús Hombre, caminando y conviviendo al lado de José,
su tutor humano, el hombre al que le debemos por su obediencia, humildad y
disponibilidad que el Redentor haya podido pertenecer a una familia humana, La
Sagrada Familia. Me alegro de que le
haya enseñado tantas cosas y que Él, Jesús, en su Divino Esplendor, haya
sintetizado para la predicación del Evangelio tan maravillosas experiencias que
hoy son nuestras.
Desde
la primera predicación del Señor (El Sermón de la Montaña), hasta su última
Parábola descrita por Juan y Leví (El Buen Pastor), se capta, se percibe, se
intuye que éste es un Hijo que fue educado con gran esmero por su padre. Sin lugar a dudas, las enseñanzas materiales
de José en Jesús de Nazaret son un deleite para nosotros.
Haber
conocido a María ha sido para mí tan impresionante como haber conocido a Jesús
de Nazaret. Si en El Maestro se notaba a
simple vista su impactante personalidad, en su Madre se veía y se sentía la paz
que solo se encuentra en las altas montañas.
Digna madre de un Rabino, María tenía el don para ubicarse exactamente
en el lugar que el momento le demandaba;
callaba y decía solamente lo que debía callar y decir; jamás estuvo
desubicada en sus acciones o en sus palabras.
María tenía la Gracia Divina en todo su ser; era más hermosa que la más
espléndida de las esculturas griegas en mármol blanco de diosas bondadosas; era
dulce en su habla como el canto de una alondra en el alba o el ocaso; era
discreta y útil como el rocío de la mañana que hace crecer la siembra; era
serena como el claro de la Luna en una noche estrellada.
María
era la personificación del Amor. No
existía en su ser ningún mal; ni soberbia, ni odio, ni rencor. Antes que eso, era humilde, bondadosa y
conciliadora. Dios la dotó de una
templanza firme como el acero ante el mal y dúctil como la seda frente el
desamparo; le dio la fortaleza de una muralla y la generosidad de quien se sabe
amado. María irradiaba gentileza,
confianza y paciencia; poseía todos los Dones del Espíritu Santo porque en Ella
habitaba Él mismo.
¡Y
esto no me lo contaron! María vivió
todos sus años, después de la muerte y Resurrección de Su Hijo, en la gran
Ciudad de Jerusalén. Allí la visitábamos
todos los que queríamos estar bajo su protección invaluable, bajo su maternal
cuidado. Yo la vi cientos de veces,
muchas más que cualquier ser humano (con excepción de Juan, el Hijo de
Zebedeo). Cuando Jesús de Nazaret y
María estuvieron en mi casa, yo tenía 50 años de edad y ella, apenas algunos
menos. Nos tratamos durante los
siguientes treinta años que yo viví; y ya decrépito, hacía lo posible por ir a
deleitarme de aquella frescura inagotable que de Ella brotaba. ¡Seguía rozagante, lúcida, inmaculada!
¡Miles
de horas, cientos de días, decenas de años disfruté yo su bellísima
existencia! Es cierto, yo no recibí
Espíritu Santo para narrar y escribir ésto;
sin embargo, estuve más tiempo con María que Lucano o que Mateo, para
los cuales fue fuente viva de información e inspiración. Ellos escribieron (porque así debería de ser)
de Jesucristo, El Mesías, El Salvador; con su prédica, su Teología, su
Divinidad. Yo solo lo escribo de Jesús
de Nazaret, el Hijo de María y José.
Puede
ser que ustedes no se hayan percatado de esto, pero el Plan de Dios para salvar
a la Humanidad inicia mies de años antes de los días en que nació Jesús de
Nazaret; en que vivíamos sus padres y yo.
En el Primer Libro del ‘Gran Libro’ del pueblo Hebreo, está redactado
ese momento. Moisés, el gran narrador y
escritor de a Historia de los Patriarcas, lo describe como sigue:
“...Pondré
enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; él te aplastará la
cabeza y tú le acecharás el calcañar...”
Déjenme
explicarles el vastísimo significado de tan pocas palabras: quien habla es
Dios, el Creador de todo cuanto existe.
Es el Padre Celestial de Jesús de Nazaret, el Cristo. El lugar en que se desarrolla este
acontecimiento es el mismísimo Jardín del Edén.
El momento específico es cuando Dios ha llamado a cuentas a los actores
del pecado y ha emitido ya las consecuencias del mismo. Está hablando contra la serpiente, en donde
se ha personificado el Diablo para engañar a Eva, quien finalmente ha quebrantado
el mandato de Dios.
“...Pondré enemistad...” quiere decir que
no habrá transigencia contra las acciones, que no habrá tregua ante el mal y la
desobediencia.
“... entre ti y la mujer...” entre quien nazca
del Demonio o sea su simiente y quien nazca de María (Jesús) y se identifique
con el bien.
“... él te aplastará la cabeza...” esta es una de las
más efectivas formas de matar, eliminar, aniquilar a una serpiente. En este mandato se da la seguridad de que el
mal será vencido, que será borrado.
“... y tú le acecharás el calcañar.” El sacrificio de Cristo está de manifiesto
para poder lograr la eliminación del mal, del pecado.
Esto acontece
(según las investigaciones de Mateo para determinar la genealogía de Jesús), 28
generaciones antes del nacimiento de El Salvador. 14 generaciones de Jesús al Rey David y 14
generaciones de David a Adán. ¡Más de
tres mil años antes del divino nacimiento del Redentor del Mundo! Y desde este tiempo Dios piensa en María, por
lo tanto, la crea, por lo tanto, existe, por lo tanto, ella es desde
entonces. Pero solo toma la forma de “La
Mujer” de la profecía hasta estos años, en que se cumplen ‘la plenitud de los
tiempos’ para realizar el prodigio de la Redención. Así de ‘antigua’ es María; así de importante
en este asunto de la Salvación; así de auténtica y preferida es para Dios y su
Hijo. María es la primera madre de la Historia,
porque en el momento en que Dios ‘la piensa’, se la imagina con ‘linaje’, con descendencia,
con un Hijo.
Imagínense
qué grandes dones vertió Dios sobre esta maravillosa Mujer que sería la Madre
de su Hijo; sobre esta ‘Esclava del Señor’ como ella misma le dijo a Lucano,
cuando éste la contactó para escribir algunos de los momentos más íntimos de la
vida de Jesús de Nazaret. Piensen qué
gran dicha para todos los que tratamos en vida a María y que nos percatamos de
los inmensos favores recibidos de Dios Padre.
Ella poseía el Espíritu Santo mucho antes de que Éste descendiera sobre
los Apóstoles en Pentecostés, en donde también yo me encontraba. Esta ‘Bendita
entre todas las mujeres’, como la llamó su prima Isabel, la madre de Juan
el Bautista, tenía todas las virtudes, todas las bondades, bienes y belleza que
un ser humano pueda reunir.
Cuando
yo escribo esto, tengo 75 años, soy un decrépito anciano y la muerte me ronda
por todas partes; sin embargo, María no ha envejecido, sigue fresca como los
lirios del campo tan queridos por su Hijo; no hay enfermedad alguna en ella, su
salud es perfecta. Es tal su estado, que
estoy seguro que nunca morirá, que vivirá para siempre, que se quedará con
nosotros eternamente.
Esa
oración que María repetía constantemente y que Lucano plasmó en su Evangelio lo
dice todo:
Mi alma glorifica al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios, mi
Salvador;
porque puso sus ojos en la bajeza de su
esclava.
He aquí que desde ahora me llamarán
dichosa
todas las generaciones;
porque ha hecho en mi favor grandes cosas
El Poderoso.
Santo es su nombre y su misericordia llega
de
generación en generación a los que le temen.
Ha desplegado el poder de su brazo;
ha desbaratado a los soberbios con los
proyectos de su corazón;
derrocó de su trono a los poderosos
y enalteció a los humildes;
llenó de bienes a los hambrientos y
despidió a los
ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su siervo, acordándose
de su
Misericordia, según lo había anunciado
a nuestros padres, a Abraham y su
descendencia para siempre”.
¡¡Yo estaba en casa
de María cuando le dijo tan bellísimas palabras a Lucano!! Las escuchamos juntos, como muchas otras
narraciones de María. Allí, en casa de
Juan, el hijo de Zebedeo, allí nos conocimos el ‘grieguito’, como yo le decía,
y yo. Cuando nos presentó Juan a todos,
María agregó de mí: “De este Zaqueo de
Jericó has de escribir, porque es un hombre justo desde que Jesús estuvo en su
casa. Era un hombre de bien, dentro de
la apariencia de un rico y poderoso, pero ha dejado todo para servir al Señor”.
¡Así
le dijo! Y Lucano solo escribió la
historia que juntos le contamos.
¡¡Bendita sea María, la Madre de mi Señor, que al igual que Él, vio en
mí el sincero arrepentimiento de una vida solícita y descarriada!!
Ʊ +
Ω
La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.
Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente
también.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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Solo por el gusto
de proclamar El Evangelio.