“… Señor, quédate con nosotros...”
San
Cleofás en Emaús
Riviera
Maya, México; Octubre 11 del 2025.
LAS PÁGINAS QUE SE LEEN
ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(Antonio Garelli – El Arca
Editores – 2004)
JESUS AFRONTA A LOS NAZARITAS
Si algo caracteriza a la gente de Nazaret de todos
los demás galileos, es su escepticismo, su incredulidad y su recelo ante el
bien ajeno. Solo bastaron esas palabras del Maestro, para que empezaran sus
coterráneos a inquirir contra él:
¿No es éste el
Hijo de José; el carpintero?, ¿Acaso no es María su
Madre, que está
entre nosotros?; ¿Qué no conocemos todos a sus
familiares y
parientes?, ¿Porqué entonces nos viene a predicar como
un extraño y a
ufanarse del cumplimiento de profecías en su
persona?, ¡Que
salga al patio y que nos muestre los poderes que
tiene para
autodesignarse Mesías!
Afuera, en donde casi nada habían oído de lo que
Jesús había dicho, pero sí habían escuchado las increpaciones, empezaron a
gritar para que Jesús saliera y ejecutara algún milagro. ¡¡Que salga!!, ¡¡Que
salga!! Se oían los gritos. Ante lo cual el Rabboni aceptó salir. Parado abajo del dintel de la
puerta, Jesús se dispuso a ‘complacer’ a la muchedumbre. Todos lo miraban con
arrogancia, con incredulidad y con desprecio. Ni uno solo de los que estaban
afuera creían que ‘ese Jesús de Nazaret’ pudiera ser otra cosa que un
charlatán. El ambiente se fue tensando cada vez más, de tal forma que Jesús,
por más que se esforzaba, no podía concretar ni uno de sus portentos. Entonces
se dio cuenta que era la Fe, el buen deseo de que las cosas sucedieran y la
disposición de los favorecidos lo que operaría los milagros.
Apesadumbrado por el proceder de la gente de su
mismo pueblo, dijo:
“Nadie es profeta
en su propia tierra; es tan dura su cerviz que
El Hijo del Hombre
nunca operará un milagro entre vosotros”.
Todos empezaron a vociferar contra Él y se
arremolinaron para tomarlo en vilo y despeñarlo por una de las laderas del
cerro en que se encontraba la sinagoga. Nadie pudo siquiera tocarlo; una fuerza
poderosísima lo rodeó a Él y a María y José, y los tres salieron caminando
entre todos los que allí se encontraban.
Los tres regresaron a su casa en el valle frente a
la sinagoga. María y José estaban mudos ante lo sucedido. Había quedado muy
claro: la vida de queridísimo Hijo nunca sería fácil, bien aceptada o
socorrida. Cualquiera que quisiera algo de Cristo, habría de poner de sí mismo
Fe, Esperanza y Amor a fin de ser correspondido en sus deseos por el Hijo de Dios. Fe para pedir, Esperanza
para desear tenerlo y Amor para agradecer lo inmerecidamente recibido. Esa será
la mecánica de los milagros del Señor; cuando ésta no se cumpla, nada sucederá.
Jesús se
volvió a Cafarnaúm, al Mar de Galilea, en donde iniciaría su Gran Obra
Salvadora. Lo primero que hizo fue llamar a sus primeros cuatro discípulos:
Andrés y Juan; e inmediatamente después a los hermanos de éstos Simón y
Santiago. Los hijos de Zebedeo dejaron a su padre para seguir al Divino
Maestro; también Andrés actuó de inmediato; Simón, sin embargo, a veces estaba
con ellos, otras veces no.
Ya no andaba solo, ahora siempre era acompañado por
estos cuatro. A donde iba el Maestro, allí le seguían sus discípulos. El quinto
en unirse al grupo fue Simón el cananeo, quien fiel a la recomendación del
Señor “…Venderás todo y te unirás a mí donde yo esté…”, al momento de
oír lo sucedido en Nazaret, emprendió su viaje a Cafarnaúm. Así, cada uno fue
dejando todo lo que antes realizaba, para unirse al Divino Maestro en su
Ministerio.
El último de todos fue Mateo. Todavía unos días
antes de que Jesús le invitara, había estado en mi casa; me había externado su
profunda preocupación de que el Maestro no le llamaba. Me acuerdo muy bien que
le dije: “No te preocupes, conmigo no tendrás el Reino de los Cielos, pero
vas a tener mucho más dinero del que alguna vez soñaste.”
Y él me respondió muy conmovido: “Zaqueo, bien
sabes que eso a mí no me interesa; que mi vida solo tendrá sentido si puedo
dedicarla a la predicación del Evangelio de Jesucristo, porque solo siguiéndole
a Él seremos salvados.”
+ + +
Ni siquiera había pasado un mes desde la visita de Jesús a
Nazaret cuando el más allegado de sus primos, Santiago, lo encontró en
Cafarnaúm para informarle que José, ‘su padre’, había muerto repentinamente el
día anterior.
“José no ha
muerto, Santiago, ahora solo duerme el sueño de los
justos que precede
a la resurrección para la vida eterna. José
es el primer
hombre que va a la tumba con esa seguridad; mi
Padre, que está en
los cielos, se lo ha dicho.”
Por supuesto, Santiago no tenía ni idea de lo que
su amadísimo primo le estaba diciendo; no obstante, él mismo sintió un gran
hueco en su interior cuando Jesús le señalaba estas cosas, como que su corazón
le decía que algo grande estaba por suceder.
Como ya era de tarde, el Maestro les ordenó a todos
que comieran y durmieran, para que al alba del día siguiente partieran a
encontrarse con Él en las laderas al poniente del Tabor. Jesús salió del lugar
en que se hospedaban todos en Cafarnaúm y emprendió camino al Monte caminando
hacía Tiberíades por toda la orilla del Mar de Galilea; llegando a Sanabris
desvió su camino a la derecha, hasta ese significativo lugar que era para Él y
para José el Monte Tabor.
José y Jesús habían subido por primera vez el Tabor
cuando el Niño tenía apenas ocho años; en aquella ocasión, muy pequeñín, había
impresionado sobremanera a su padre adoptivo con un profundo rezo de
agradecimiento a Dios. Estaban en la cima del Monte y Jesús rebosaba de alegría
por haber subido y por todo lo que era posible ver desde la cúspide. Ahora, más
de 20 años después, cuando Jesús llego a ese mismo lugar, se postro en tierra,
se quitó sus vestidos, tallo su cuerpo con el áspero polvo del Monte y lloró
amargamente por la muerte de José.
Era una noche fría y desolada del invierno en
Galilea; la temperatura había descendido considerablemente y todos los pequeños
depósitos de agua del Tabor se encontraban congelados, Jesús podía sentir como
sus lágrimas rodaban por las apretadas comisuras de su rostro. Incluso su sudor
era frío; incapaz de condensarse en gotas, se pegaba a su piel como una lacra
extra en su dolor.
Cuánto le debía a este justo José el Hijo del
Hombre: por él había sido conservado con vida en su primerísima infancia, justo
en su nacimiento; por él había crecido sano, vivaz e inteligente; por él había
forjado su juventud en apego a los más fieles principios de la Ley de Dios; por
él había podido esperar ‘su momento’ ya que José le instaba constantemente a la
Gran Paciencia, que es Don de Dios; por él se hizo hombre, hasta llegar a ser
ahora el más digno de todos los humanos.
Ʊ +
Ω
La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.
Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente
también.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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Solo por el gusto
de proclamar El Evangelio.