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jueves, 23 de abril de 2020

EL CREDO DE LA IGLESIA CATÓLICA - 28 - Descendió a los infiernos


Sagrado Corazón de Jesús,
en ti confío


Riviera Maya, México; Abril 24 del 2020.


Tomado de la Colección de Folletos
EL CREDO. SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
P. Emiliano Jiménez Hernández, C.N.
Grafite Ediciones – Bilbao España
2006



CREO EN DIOS…
CREO EN JESUCRISTO…

(Inicio del Folleto No. 5)

A) DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

Quizás este artículo de la Fe sea el más extraño a la conciencia moderna, repiten los teólogos actuales; y sin embargo, todos los Padres de la Iglesia de los Siglos I a IV lo comentan ampliamente, como parte integrante del Símbolo de La Fe de La Iglesia. El descenso de Jesús a los infiernos lo hallamos ya en la Escritura:

“Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el arca, en la que pocos, es decir ocho personas, fueron salvadas a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva… (1P 3, 1-18ss)… Por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.”  

Si la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque en ella está implicada nuestra vida.  El Viernes Santo contemplamos al Crucificado; y antes de pasar a verle Resucitado, la Iglesia nos invita a pasar el Sábado Santo meditando “la muerte de Dios”.  Es el día que Dios pasa bajo la tierra.  Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan significativa del hombre actual.  Dios en silencio, ni habla ni es posible discutir con Él; basta simplemente pasar por encima de Él. 

La liturgia de la Iglesia desde el mismísimo comienzo es también la constatación de Nietszche: “Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado.” El filósofo lo planteó en mofa; pero, desde siempre, la realidad superó las expectativas.  Nosotros matamos a Dios Hijo hecho hombre para salvarnos.

Al confesar que Cristo bajó a los infiernos, afirmamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e infierno total; como frustración sin sentido, degustando el amargor del silencio de Dios.  Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin. 

Así venció para siempre la soledad del infierno, es decir, de la muerte como fracaso de la existencia humana.  La salvación de Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo.  Desde Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en soledad total; el infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha desaparecido.

La desgracia del hombre pecador, que experimenta el salario de la muerte, consiste en estar excluido del Reino de Dios: “Vive lejos y apartado de Dios.”  Confesar que Jesús descendió a los infiernos es afirmar que descendió a la muerte del hombre pecador, sufriendo el radical abandono y soledad de la muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que es el abandono de Dios.

El artículo de la Fe en el descenso a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla.  Dios es Palabra, pero también es silencio. 

El Dios cercano es también el Dios inaccesible, que siempre se nos escapa; “siempre mayor” que nuestra experiencia, siempre por encima de nuestra mente.  El ocultamiento de Dios nos libera de la idolatría.  En el silencio de Dios se cumplen sus “misterios sonoros”, como dijo San Ignacio de Antioquía.  La vida de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de silencio y obscurecimiento de Dios.

Esta bajada a los infiernos es la explicación del grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del Salmo 22, que expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios.  El salmista orante comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios; y termina alabando su bondad y poder salvador.  

En esta pequeñísima oración de Jesús, la médula de la angustia no es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto.  Como en Getsemaní, en donde hay diálogo inicial, en donde se siente el contacto con Dios.  En esta oración de Jesús se revela el abismo de la soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con su esencia de hombre, que es hombre en cuanto no está solo, sino en comunión, como imagen de Dios que es Amor Trinitario.

En Jesús esta experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre, pues su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu Santo.  Así, Cristo ha bajado al abismo mortal de todo hombre; que siente en su vida el miedo de la soledad, del abandono, del rechazo, la inquietud e inseguridad de su propio ser.  Es el miedo a la muerte, como pérdida de la existencia para siempre, que en definitiva, es como no haber nacido.

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Orar sirve, es bueno para nuestra alma y nuestra mente.

De todos ustedes afectísimo en Cristo,


Antonio Garelli




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