Sagrado
Corazón de Jesús,
en ti confío
en ti confío
Riviera
Maya, México; Abril 24 del 2020.
Tomado de la Colección de Folletos
EL CREDO. SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
P. Emiliano Jiménez Hernández, C.N.
Grafite Ediciones – Bilbao España
2006
CREO EN DIOS…
CREO EN JESUCRISTO…
(Inicio del Folleto No. 5)
A)
DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
Quizás
este artículo de la Fe sea el más extraño a la conciencia moderna, repiten los
teólogos actuales; y sin embargo, todos los Padres de la Iglesia de los Siglos
I a IV lo comentan ampliamente, como parte integrante del Símbolo de La Fe de
La Iglesia. El descenso de Jesús a los infiernos lo hallamos ya en la
Escritura:
“Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió
una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, muerto en la carne,
vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los
espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la
paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el arca, en la que
pocos, es decir ocho personas, fueron salvadas a través del agua; a ésta
corresponde ahora el bautismo que os salva… (1P 3, 1-18ss)… Por eso, hasta a los muertos se ha
anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres,
vivan en espíritu según Dios.”
Si
la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque en ella está implicada nuestra
vida. El Viernes Santo contemplamos al
Crucificado; y antes de pasar a verle Resucitado, la Iglesia nos invita a pasar
el Sábado Santo meditando “la muerte de
Dios”. Es el día que Dios pasa bajo
la tierra. Es el día de la ausencia de
Dios, experiencia tan significativa del hombre actual. Dios en silencio, ni habla ni es posible
discutir con Él; basta simplemente pasar por encima de Él.
La
liturgia de la Iglesia desde el mismísimo comienzo es también la constatación
de Nietszche: “Dios ha muerto, nosotros
lo hemos matado.” El filósofo lo planteó en mofa; pero, desde siempre, la
realidad superó las expectativas. Nosotros
matamos a Dios Hijo hecho hombre para salvarnos.
Al
confesar que Cristo bajó a los infiernos, afirmamos que participó de nuestra muerte
como soledad, abandono e infierno total; como frustración sin sentido,
degustando el amargor del silencio de Dios.
Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin
futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin
fin.
Así
venció para siempre la soledad del infierno, es decir, de la muerte como fracaso
de la existencia humana. La salvación de
Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo. Desde Cristo, el creyente ya no afronta la
muerte en soledad total; el infierno de la no existencia del hombre dejado a
sus solas fuerzas ha desaparecido.
La
desgracia del hombre pecador, que experimenta el salario de la muerte, consiste
en estar excluido del Reino de Dios: “Vive lejos y apartado de Dios.” Confesar que Jesús descendió a los infiernos
es afirmar que descendió a la muerte del hombre pecador, sufriendo el radical
abandono y soledad de la muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que
es el abandono de Dios.
El
artículo de la Fe en el descenso a los infiernos nos recuerda que la revelación
cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios es Palabra, pero también es
silencio.
El
Dios cercano es también el Dios inaccesible, que siempre se nos escapa; “siempre
mayor” que nuestra experiencia, siempre por encima de nuestra mente. El ocultamiento de Dios nos libera de la
idolatría. En el silencio de Dios se
cumplen sus “misterios sonoros”, como
dijo San Ignacio de Antioquía. La vida
de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de silencio y obscurecimiento
de Dios.
Esta
bajada a los infiernos es la explicación del grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”, pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del
Salmo 22, que expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios. El salmista orante comienza con la más
profunda angustia por el ocultamiento de Dios; y termina alabando su bondad y
poder salvador.
En
esta pequeñísima oración de Jesús, la médula de la angustia no es el dolor
físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. Como en Getsemaní, en donde hay diálogo
inicial, en donde se siente el contacto con Dios. En esta oración de Jesús se revela el abismo
de la soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con
su esencia de hombre, que es hombre en cuanto no está solo, sino en comunión,
como imagen de Dios que es Amor Trinitario.
En
Jesús esta experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre,
pues su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu Santo. Así, Cristo ha bajado al abismo mortal de
todo hombre; que siente en su vida el miedo de la soledad, del abandono, del
rechazo, la inquietud e inseguridad de su propio ser. Es el miedo a la muerte, como pérdida de la
existencia para siempre, que en definitiva, es como no haber nacido.
+ + +
Orar sirve, es bueno
para nuestra alma y nuestra mente.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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por el gusto de proclamar El Evangelio.
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