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viernes, 10 de octubre de 2025

EL EVANGELIO SEGÚN ZAQUEO - (26)

“… Señor, quédate con nosotros...”

San Cleofás en Emaús

Riviera Maya, México; Octubre 11 del 2025. 

LAS PÁGINAS QUE SE LEEN ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO

“El Evangelio Según Zaqueo”

(Antonio Garelli – El Arca Editores – 2004)

 

JESUS AFRONTA A LOS NAZARITAS

  

Si algo caracteriza a la gente de Nazaret de todos los demás galileos, es su escepticismo, su incredulidad y su recelo ante el bien ajeno. Solo bastaron esas palabras del Maestro, para que empezaran sus coterráneos a inquirir contra él:

¿No es éste el Hijo de José; el carpintero?, ¿Acaso no es María su

Madre, que está entre nosotros?; ¿Qué no conocemos todos a sus

familiares y parientes?, ¿Porqué entonces nos viene a predicar como

un extraño y a ufanarse del cumplimiento de profecías en su

persona?, ¡Que salga al patio y que nos muestre los poderes que

tiene para autodesignarse Mesías!

Afuera, en donde casi nada habían oído de lo que Jesús había dicho, pero sí habían escuchado las increpaciones, empezaron a gritar para que Jesús saliera y ejecutara algún milagro. ¡¡Que salga!!, ¡¡Que salga!! Se oían los gritos. Ante lo cual el Rabboni  aceptó salir. Parado abajo del dintel de la puerta, Jesús se dispuso a ‘complacer’ a la muchedumbre. Todos lo miraban con arrogancia, con incredulidad y con desprecio. Ni uno solo de los que estaban afuera creían que ‘ese Jesús de Nazaret’ pudiera ser otra cosa que un charlatán. El ambiente se fue tensando cada vez más, de tal forma que Jesús, por más que se esforzaba, no podía concretar ni uno de sus portentos. Entonces se dio cuenta que era la Fe, el buen deseo de que las cosas sucedieran y la disposición de los favorecidos lo que operaría los milagros.

Apesadumbrado por el proceder de la gente de su mismo pueblo, dijo:

“Nadie es profeta en su propia tierra; es tan dura su cerviz que

El Hijo del Hombre nunca operará un milagro entre vosotros”.

Todos empezaron a vociferar contra Él y se arremolinaron para tomarlo en vilo y despeñarlo por una de las laderas del cerro en que se encontraba la sinagoga. Nadie pudo siquiera tocarlo; una fuerza poderosísima lo rodeó a Él y a María y José, y los tres salieron caminando entre todos los que allí se encontraban.

Los tres regresaron a su casa en el valle frente a la sinagoga. María y José estaban mudos ante lo sucedido. Había quedado muy claro: la vida de queridísimo Hijo nunca sería fácil, bien aceptada o socorrida. Cualquiera que quisiera algo de Cristo, habría de poner de sí mismo Fe, Esperanza y Amor a fin de ser correspondido en sus deseos  por el Hijo de Dios. Fe para pedir, Esperanza para desear tenerlo y Amor para agradecer lo inmerecidamente recibido. Esa será la mecánica de los milagros del Señor; cuando ésta no se cumpla, nada sucederá.

Jesús se volvió a Cafarnaúm, al Mar de Galilea, en donde iniciaría su Gran Obra Salvadora. Lo primero que hizo fue llamar a sus primeros cuatro discípulos: Andrés y Juan; e inmediatamente después a los hermanos de éstos Simón y Santiago. Los hijos de Zebedeo dejaron a su padre para seguir al Divino Maestro; también Andrés actuó de inmediato; Simón, sin embargo, a veces estaba con ellos, otras veces no.

Ya no andaba solo, ahora siempre era acompañado por estos cuatro. A donde iba el Maestro, allí le seguían sus discípulos. El quinto en unirse al grupo fue Simón el cananeo, quien fiel a la recomendación del Señor “…Venderás todo y te unirás a mí donde yo esté…”, al momento de oír lo sucedido en Nazaret, emprendió su viaje a Cafarnaúm. Así, cada uno fue dejando todo lo que antes realizaba, para unirse al Divino Maestro en su Ministerio.

El último de todos fue Mateo. Todavía unos días antes de que Jesús le invitara, había estado en mi casa; me había externado su profunda preocupación de que el Maestro no le llamaba. Me acuerdo muy bien que le dije: “No te preocupes, conmigo no tendrás el Reino de los Cielos, pero vas a tener mucho más dinero del que alguna vez soñaste.”

Y él me respondió muy conmovido: “Zaqueo, bien sabes que eso a mí no me interesa; que mi vida solo tendrá sentido si puedo dedicarla a la predicación del Evangelio de Jesucristo, porque solo siguiéndole a Él seremos salvados.”

+ + +

Ni siquiera había pasado un mes desde la visita de Jesús a Nazaret cuando el más allegado de sus primos, Santiago, lo encontró en Cafarnaúm para informarle que José, ‘su padre’, había muerto repentinamente el día anterior.

“José no ha muerto, Santiago, ahora solo duerme el sueño de los

justos que precede a la resurrección para la vida eterna. José

es el primer hombre que va a la tumba con esa seguridad; mi

Padre, que está en los cielos, se lo ha dicho.”

Por supuesto, Santiago no tenía ni idea de lo que su amadísimo primo le estaba diciendo; no obstante, él mismo sintió un gran hueco en su interior cuando Jesús le señalaba estas cosas, como que su corazón le decía que algo grande estaba por suceder.

Como ya era de tarde, el Maestro les ordenó a todos que comieran y durmieran, para que al alba del día siguiente partieran a encontrarse con Él en las laderas al poniente del Tabor. Jesús salió del lugar en que se hospedaban todos en Cafarnaúm y emprendió camino al Monte caminando hacía Tiberíades por toda la orilla del Mar de Galilea; llegando a Sanabris desvió su camino a la derecha, hasta ese significativo lugar que era para Él y para José el Monte Tabor.

José y Jesús habían subido por primera vez el Tabor cuando el Niño tenía apenas ocho años; en aquella ocasión, muy pequeñín, había impresionado sobremanera a su padre adoptivo con un profundo rezo de agradecimiento a Dios. Estaban en la cima del Monte y Jesús rebosaba de alegría por haber subido y por todo lo que era posible ver desde la cúspide. Ahora, más de 20 años después, cuando Jesús llego a ese mismo lugar, se postro en tierra, se quitó sus vestidos, tallo su cuerpo con el áspero polvo del Monte y lloró amargamente por la muerte de José.

Era una noche fría y desolada del invierno en Galilea; la temperatura había descendido considerablemente y todos los pequeños depósitos de agua del Tabor se encontraban congelados, Jesús podía sentir como sus lágrimas rodaban por las apretadas comisuras de su rostro. Incluso su sudor era frío; incapaz de condensarse en gotas, se pegaba a su piel como una lacra extra en su dolor.

Cuánto le debía a este justo José el Hijo del Hombre: por él había sido conservado con vida en su primerísima infancia, justo en su nacimiento; por él había crecido sano, vivaz e inteligente; por él había forjado su juventud en apego a los más fieles principios de la Ley de Dios; por él había podido esperar ‘su momento’ ya que José le instaba constantemente a la Gran Paciencia, que es Don de Dios; por él se hizo hombre, hasta llegar a ser ahora el más digno de todos los humanos.

Ʊ + Ω

La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.

Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente también.

De todos ustedes afectísimo en Cristo,

Antonio Garelli

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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.

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