“… Señor, quédate con nosotros...”
San Cleofás en Emaús
Riviera Maya, México; Mayo 24 del 2025.
LAS PÁGINAS QUE SE LEEN
ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(Antonio Garelli – El Arca
Editores – 2004)
MATEO, EL CRONISTA INICIAL
La precisión con la que Mateo escribe su Evangelio, solo se debe a una cosa: Jesús y él se conocían desde muy pequeños. Debo decirlo; si solo Mateo hubiese escrito su Evangelio (y no los otros tres), conoceríamos lo mismo acerca de Jesús de Nazaret. Pareciera que los de Marcos, Lucas y Juan no fuesen necesarios. ¡Esa es la razón de mi indignación contra Leví!, ¡Él pudo haber escrito mucho acerca de mí y no lo hizo! Tuvo que llegar Lucano el ‘grieguito’, para que yo apareciera en tan Sagrados Escritos.
Mateo era un hombre muy culto; su padre lo había enviado a estudiar a las sinagogas de la culta Grecia y a Jerusalén. Allá aprendió a escribir, hablar y leer en griego, en hebreo y en arameo. Pasó más de diez años de su vida fuera de su casa, alejado de su familia para poder estudiar para Rabboni y continuar con una tradición familiar que se remontaba muchas generaciones atrás de él. Si bien el padre de Mateo no era Rabí, sí lo eran algunos de sus parientes y ese estado de influencia y poder no era conveniente perderlo en la sociedad judía de estos tiempos. Jamás imaginaron Leví y su padre para qué se usarían verdaderamente esos estudios y esa posición social alcanzada dentro de su familia.
Mateo fue el primero que escribió su Evangelio; lo realizó preferentemente para los judíos. Pero ante todo lo hizo para que nunca pasara inadvertida la vida de Jesús de Nazaret; para que todos conociéramos ayer, hoy y siempre la obra de su redención. Por eso lo documenta tan ampliamente, para que, si queríamos la prueba de la Historia, la pudiésemos tener y no fuera ello la falta de nuestra Fe. Por eso lo ubica tan ricamente en los lugares en que se desarrolla el Ministerio del Señor. Claro, como buen galileo, detalla montes, valles y lagos; nombres de hombres, de lugares y de cosas. Escribe pues, para todos; para que todos nos ubiquemos en su narración, pero, sobre todo, escribe para los poco amables judíos que vivían en Palestina, para que pudieran comprobar sus dudas y sus necedades.
Él es también el que más escribe de José y no por casualidad, lo hace porque lo conocía, porque sabía quién era y, ante todo, lo manifiesta en sus escritos para dar contundencia a sus declaraciones. Con la figura del “esposo”, justifica desde el punto de vista de la Ley esa relación natural del matrimonio de María y José, dándose con ello también el pleno consentimiento de la Familia Humana de Jesús de Nazaret, algo muy importante para los judíos.
Mateo es la base para el Evangelio de Marcos quien a su vez lo es para el de Lucano. El nacimiento en forma y fondo; el cumplimiento de profecías y costumbres; el inicio del Ministerio como Mesías; la predicación, los milagros, las parábolas y las enseñanzas; todo tiene una razón de ser en la narración de Mateo. Nada sobra, nada falta.
Si él escribió de José, es porque así debió haberse hecho; y si no escribió de Zaqueo, fue para evitar el escándalo que seguramente se produciría entre los judíos si me hubiera mencionado. Lo entiendo, pero no con ello lo justifico. Y ¿por qué sí escribió Lucano?; ah, por dos razones: primero, porque no era judío y citar a un “publicano, pecador y odioso” no significaría mucho en su contra (y sí posiblemente a su favor) en los que fueran a ser sus lectores, los gentiles, en su gran mayoría; y segundo, porque María se lo pidió expresamente.
Y esto se entiende más claramente si vemos que Marcos, aquel “hijo” (adoptivo y en la Fe) de Simón (Pedro), nunca menciona algo respecto de José. ¡Claro!, para los judíos de la gran Roma esos pequeños detalles de la tradición, ya no importan. Lo que interesa para ellos es Jesús como el Mesías, como Cristo, como el Salvador. Reseñar algo de la “vida humana de Jesús de Nazaret”, no es trascendente, ni divino; para él y para ellos no tiene valor alguno. Para Mateo y para mí sí. Simplemente baste decir que solo quienes lo conocimos como hombre (y en esto Mateo mucho mejor que yo), podemos aquilatar en toda su dimensión el hecho de su preparación como Mesías.
Y si José tiene su razón de ser, María es la gran “realizadora” del Proyecto Divino de Salvación del mundo. ¡Cómo esperaban todas las doncellas de ese tiempo ser las “elegidas” de Dios! ¡A cuántos padres de ese tiempo conocí yo que no querían dar en matrimonio a sus hijas para fueran la madre del Mesías! Por supuesto que sabían lo que iba a ocurrir. Muchos de ellos eran “grandes estudiosos” de tradiciones, profecías y acontecimientos; estaban muy al pendiente de cómo se daría el cumplimiento de todo cuanto se había escrito respecto del Salvador. Vivían buscando y rebuscando cuanta información le diera mayor certeza de que ellos podrían ser los “beneficiarios” de tan gran acontecimiento. Era tal este deseo, que muchos ni siquiera eran de la Tribu de Judá y se creían con posibilidades. Todas las vírgenes judías se sentían con ese grandísimo honor. Bien sabían algunas, que ser la madre del máximo Rabboni sería algo verdaderamente distinto.
Y si se era judía, descendiente de la Casa del Rey David, la esperanza era aún mayor. No sabían cómo sería, pero sabían que sucedería. Era impresionante ver cómo renacía aquella antiquísima costumbre de que las vírgenes vistieran de blanco y azul celeste. Esto se había perdido desde los tiempos de la gran esclavitud hecha por los caldeos. Los antepasados judíos que regresaron a Babilonia se olvidaron de un gran número de tradiciones; y durante el tiempo en que nacería El Salvador, los “estudiosos” y embaucadores cobraban grandes sumas de dinero para “justificar la ascendencia judía de su familia”.
Mis hijas y mi mujer reclamaban que yo también mandara a hacer las tales investigaciones. Cuando les dije que yo era de la Tribu de Gad, me gané el desprecio de todas. ¡No podían creer que yo tuvieran tantos amigos judíos, y no lo fuera! Mejor fue así, de esa forma no gasté en balde mi dinero.
¡Pero María cubría todo eso y más, mucho más! María era una gran mujer; parecía hecha con algo diferente, que tan solo de carne y alma. Parecía como hecha por la Mano de Dios. Y no tan solo en su físico. Era una mujer con todas las cualidades y bondades deseables. Era discreta, mesurada y prudente; era sencilla, recatada y humilde; era en una palabra, única. Cuando Jesús nació en Belén, María apenas rebasaba los quince años de edad. Tan joven y con tanto que cumplir con su Divina elección. Nunca le fue fácil ser la Madre del Mesías, del Salvador, de Dios. Para empezar ella misma había de educarse para ser madre de una Rabí; y en este caso, del máximo Maestro que existiría. Ella estaba consciente de que al menos, tendría que enseñarle al Niño cómo desenvolverse y comportarse en la Sinagoga, qué hacer cada Sabat, cómo procurar su vida de cara a dios, a la Ley y a los Profetas. A María correspondió la altísima responsabilidad de enseñar al Niño Jesús las mieles del amor, que a veces son producidas por abejas ponzoñosas; la dulzura del perdón, que implica el olvido total de la falta que nos arremete; el trato bondadoso a los demás, que elimina el rencor de nuestro corazón. Fue María la que con sus atenciones y entrega hizo vivir al Niño Dios las Virtudes como humano, los Dones como hombre, la Gracia como mortal.
Es cierto, Jesús de Nazaret recibió el Espíritu Santo el día de su bautismo, ¡pero entonces tenía 30 años de edad! ¡Toda la vida de gracia de su infancia, niñez y juventud, se les debe a sus padres, a María y José!
Cuando Jesús se fue a su Ministerio, María siempre estuvo junto a Él. Ella era la “organizadora” de todo cuanto el Rabboni necesitara en bien de su trabajo. Siempre estuvo con Jesús; se puede constatar en muchos momentos Gloriosos de su vida: allí estaba en su primer milagro, en Caná de Galilea durante la boda de uno de sus más íntimos amigos de Jesús, que, sin embargo, nunca le siguió. Allí estaba en los momentos de sus curaciones y de su predicación. Hubo hasta quien se llegó a confundir al verla presente en todo lugar y ocasión, diciéndole a Jesús que “su madre le estaba esperando”, pensando que era casual que los dos se encontraran en el mismo lugar. Allí estaba en sus viajes por toda Galilea siendo testigo de la predicación de la Buena Nueva. Y tres años después, también allí estaría al pie de la cruz.
Nadie como María
cubrió con su propia vida la entrega al Salvador. Nadie como María se entregó en cuerpo y alma
al Evangelio de su Hijo. María es la
primera en todo: en fidelidad, en donación, en desinterés. María sabía quién era su Hijo; no necesitó de
milagros para seguirlo. María sabía qué
predicaba este Rabboni; siempre lo escuchó, atendió y obedeció en sus
mandatos. ¡¡María llevaba 30 largos años
viviendo con Dios, para Dios y en Dios!!
Ʊ + Ω
La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.
Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente
también.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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Solo por el gusto
de proclamar El Evangelio.
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