“¿Por qué te afliges? ¿No estoy Yo
aquí que soy tu madre?”
Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac
Riviera
Maya, México; Abril 27, del 2022.
MÍSTICA
Por:
Lilia Garelli
“…Para Dios todo es posible …”
Mt 19, 26
VERITATIS SPLENDOR (5)
“El Esplendor de la Verdad”
Estimados en Cristo:
Efectivamente, para todos nosotros, seres humanos, y por lo tanto naturaleza caída por el pecado, nos es difícil seguir a Cristo, pero bien nos explica San Juan Pablo II en su Carta Encíclica Veritatis Splendor: “…Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. (…) El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer fruto (cf Gal 5, 22) es la caridad. (…) San Agustín se pregunta: “¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor? Y responde: “Pero ¿Quién puede dudar de que el amor precede a la observancia?”. En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos…” (SJPII – VS No. 22).
Es entonces el amor a Dios y a nuestros hermanos lo que nos hace luchar para cumplir los mandamientos y por tanto cumplir con la voluntad de Dios en nosotros. Quien no vive con paz interior no tiene ninguna motivación para guardar los mandamientos, ya que la ansiedad que provoca la tentación al pecado se apodera de la voluntad del hombre, porque nos tornamos impacientes por querer tener cosas o lograr metas a costa de lo que sea, aunque éstas sean efímeras, y el no poder obtenerlas nos bloquea un cierto sentido del fracaso y de inestabilidad interior, todo ello nos orilla a pecar decidiendo equivocadamente, y por tanto a no poder amar, amar de manera sencilla y auténtica. Este estado del alma no nos permite Seguir a Cristo, aunque aparentemente lo deseáramos.
San Juan Pablo II nos recuerda las palabras de San Pablo en Romanos 8, 2: “…La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte…” y nos ayuda a reflexionar sobre estas palabras diciendo: “…Él reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la ―vida del Espíritu―. Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios…” (SJPII – VS No. 23), que a fin de cuentas van a resumirse en “Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo”.
Por ello es importante implorar la gracia de Dios para poder superar las crisis de la vida, solos no podemos, necesitamos de las gracias sacramentales que recibimos a través de la práctica de cada uno de los sacramentos; esas gracias son alimento que cura nuestras dolencias por el pecado y sana nuestro interior atribulado.
A pesar de obtener los dos sacramentos de la iniciación cristiana, ―el Bautismo y la Eucaristía― ; el primero que nos han liberado del pecado original y por otro lado la comunión frecuente nos da el alimento espiritual para perseverar en el camino correcto: “…nuestra vida la llevamos en “vasos de barro” porque no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados;; por la gracia de Dios…” (CIC No. 1426); nos es necesario fortalecer nuestro camino terrenal frecuentando el Sacramento de la Reconciliación, del cual el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña:
“…Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado del pecado. Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador…” (CIC No. 1423).
En efecto, todos somos débiles en este mundo, pero no estamos solos y Jesús conociendo la flaqueza del hombre nos prometió estar con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), además de instituir la Iglesia naciente a través de sus Apóstoles y continuada por sus sucesores, dejando también la guía y asistencia del Espíritu Santo. (Lc 10, 16). “… los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos…” (SJPII – VS No. 26). “…Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos…” (Jn 20, 23).
Por todo ello es importante que todos los cristianos cuidemos nuestra conducta moral a través del testimonio personal, porque es a través de la coherencia de vida la que es puesta en tela de juicio por los enemigos de la fe católica. San Juan Pablo II confirma esta postura diciendo: “…En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida, su norma es “la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquéllos que desconocen las obligaciones morales a los que los llama el Evangelio (1 Cor 5, 9-13). (SJPII – VS No. 26).
Al ser todos nosotros parte de esa Iglesia Católica, nos corresponde antes que todo rogar a Dios nuestro Señor por la santidad de todos sus miembros, a pesar de ser naturaleza caída, si vivimos en la gracia de Dios, podemos sentirnos guiados por el Espíritu Santo; ¡qué mejor! aquellos que han sido elegidos a “promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral, como misión confiada por Jesús a sus Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20)”. San Juan Pablo II lo define claramente en la Carta Encíclica que estamos reflexionando, de la siguiente manera:
“…como afirma de modo particular el Concilio, “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”. De este modo, la Iglesia con su vida y su enseñanza, se presenta como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, “compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas” (SJPII – VS – No. 27).
Afectísima en Jesucristo,
Lilia Garelli
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Solo por el gusto
de proclamar El Evangelio.
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