LAS PÁGINAS QUE SE LEEN ENSEGUIDA,
SON PARTE DE MI LIBRO
“El
Evangelio Según Zaqueo”
EL ARCA
EDITORES - 2004)
Una muy personal forma de ver,
La Vida Humana de Dios Hecho Hombre.
“Santifícalos con
La Verdad.
Tu Palabra es La
Verdad.”
Riviera
Maya, Q.R., México; Septiembre 22 del 2019.
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ÚLTIMA
ENTREGA
El primer día de la última semana que pasaron allá
(en Caná), María fue invitada a una gran boda que se celebraría en el pueblo.
Se casaría el hijo del Rabino Minyamín, Mayordomo del pueblo y representante de
los cananitas en el Templo de Jerusalén.
A la boda también fue invitado Jesús junto con sus
discípulos; todos asistieron al banquete en donde tuvo lugar la primera
manifestación pública, portentosa y Divina del Señor: la conversión del agua en
vino. Muchos habían sido ya los ‘milagros’ que Jesús había realizado, solo que
éste era el primero del cual tomarían debida nota sus Discípulos; como para que
no siguieran dudando; como para que creyeran en Él.
Fue muy especial el momento, ya que se realizó en
la fiesta civil más importante del pueblo judío: una boda. También resulta
significativo el hecho de que María haya intervenido ante su Hijo a favor de
todos los invitados y especialmente a favor del novio y de sus padres, es que
eran conocidos de ella.
Por supuesto que esto no bastó para que todos, a
partir de ese momento creyeran y fueran incondicionales del Señor en su
Ministerio; muchas más obras haría el Señor para demostrar su Divino Origen a
cada uno de sus Apóstoles. Señales como éstas tendrán en su oportunidad y con
su especial aplicación, Felipe en su natal Bethsaida con la multiplicación de
los Panes; Simón Pedro en el Lago de Genesaret, con la pesca milagrosa;
Natanael con su entrañable amigo Lázaro en Betania, levantado del sepulcro;
Juan y Santiago con la sanación de endemoniados; e inclusive María Magdalena,
en la curación de la hija de su amigo el centurión. Todos probarán la Divinidad
del Señor personalmente, cada uno en su oportunidad y a su momento. Pero la
Primicia, en esto, también es de María; se da en Caná de Galilea y a petición
de Ella.
Los tres años que siguieron a este evento, son bien
narrados por todos los Evangelistas. Existen ya para conocimiento y cultivo de
nuestra Fe en Jesús de Nazaret; yo nada tengo qué decir acerca de ellos, ni qué
aumentar sobre lo ya escrito.
Juan y María vivieron juntos en Jerusalén, en donde
por muchos años me di el gusto de visitarlos, convivir estrechamente con ellos
y ser testigo de su perenne amor. Cuando terminé de redactar estos escritos,
Juan era un hombre de apenas 27 años y María una bellísima mujer madura de 55.
Yo era un anciano de casi 80 años de edad.
En muy pocas relaciones humanas se podía apreciar
la Caridad traída del Cielo, como en el amor y la procura que se tenían María y
Juan; ambos hacían pleno uso de la bendición dejada por Cristo desde la cruz: “…Ahí
tienes a tu hijo…Ahí tienes a tu madre…” La esposa de Zebedeo, la madre de
Juan, había muerto hacía muchos años y el joven Apóstol gustosamente cuidaba de
la Madre del Maestro, ahora como suya.
Santiago, el hermano mayor de Juan (asesinado por
el Rey Herodes Agripa I poco después de la Crucifixión del Señor, cuando lo
mandó decapitar para asustar a los seguidores de Jesús de Nazaret), había
dejado plena prueba de que los martirios no servirían para disminuir la entrega
al Evangelio y su difusión. Juan seguía viviendo en la gran ciudad, en
Jerusalén, y era protegido por una gran cantidad de personas, de las
injusticias que las autoridades y gobernantes quisieran hacer con ellos.
María era la mujer más querida (por propios y
extraños) de toda Judea, se había convertido en un signo muy importante en la
propagación de la Buena Nueva. Todos acudíamos a María para obtener de ella
cuanto recordara de su amadísimo Hijo; igual fuimos Leví, Pedro, Lucano y Yo,
que judíos de la diáspora y gentiles venidos de todos los confines del mundo
conocido.
Aquel maravilloso día de Pentecostés, todos nos
encontrábamos reunidos junto con María y los Apóstoles a la venida del Espíritu
Santo; a todos nos tocaron de sus dones, fueran de profecía, de ciencia, de
curación o de consejo. Todos los que habíamos dejado nuestros bienes para
beneficio de esta nueva comunidad naciente, y nos habíamos unido a los Apóstoles
para la predicación del Mensaje de Salvación, compartíamos las experiencias de
esta gran obra que estaba por iniciar su expansión, basada en el amor, de la
cual María y Juan eran paladines representativos en cuerpo y alma.
Tan solo verlos era volver a tener presente al
Maestro; a aquél galileo, que no lo era, que todos recordábamos con tanto amor;
con cuya presencia habíamos recibido los Dones Divinos que siempre fueron
ofrecidos a nuestros antepasados y que ahora gozábamos nosotros en cumplimiento
de tal promesa.
Para mí fue impactante enterarme de la entrada como
Rey a Jerusalén de Jesús de Nazaret; cómo fue vitoreado por esos cerrados
incrédulos de la gran ciudad. Yo gozaba con las noticias que corrían
rápidamente por toda Palestina, pasando por Jericó.
Fue estremecedor saber la celebración de la última
Pascua del Mesías y al unísono la instauración de su Sagrada Eucaristía. Cuánto
le pudo pesar al Maestro ser entregado como Cordero de Dios, en tan
significativa fecha para Él y para Jerusalén. Pero cuán importante saber que
sería la Victima de la Redención precisamente en el tiempo pascual. Jerusalén
estaba abarrotada, igual que cuando la conoció aquél Divino Adolescente de 12
años de edad.
Y la aflicción mayor llegó a mí cuando me
informaron de su aprehensión; hasta entonces yo había sido sordo a mi alma,
ciego ante las evidencias, mudo ante el testimonio y cobarde en la acción.
¿Por qué nada hice cuando el Señor me perdono? Por
mi miseria humana, de la que no podía desprenderme por más que ya creyese en
Cristo. Era el miedo a la pérdida de una estúpida posición material, terrena y
pasajera; era el temor al compromiso de vida reclamado por el Maestro. Si tan
solo hubiese yo sido menos egoísta, habría vivido intensamente esa última
semana de mi Redentor, de Jesucristo mi Señor.
Bien sabe Él, que el mismo día de su muerte no hubo
más Zaqueo de Jericó, Jefe de Publicanos. Todos sus Apóstoles, las Santas
Mujeres y sus Discípulos son testigos de mi arrepentimiento sincero y entrega
total el Evangelio a partir de su Crucifixión. Con Jesucristo en la Cruz murió
de igual forma el arrogante Zaqueo, para que naciera este nuevo hombre al que
ya nadie conoció, para escarnio de su soberbia anterior. Y no escribo todo esto
como justificación, si no como pleno acto de contrición para con ustedes que lo
leerán con posterioridad. Cristo nos perdonó y salvó a algunos con anterioridad
a la Cruz; a muchos durante la Cruz y a todos después de la Cruz. Aquél Jesús
de Nazaret que hospedé en mi casa el último sábado de su vida, cambió mi vida;
pero yo tardé en aceptarlo.
Aquél Jesús de Nazaret que tan claro dijo de mí:
“…Ciertamente
que el día de hoy ha sido día de salvación para
esta casa; pues
que también éste es hijo de Abraham…”
para que de inmediato abrazara yo esa salvación y
le siguiera; ya no era más un hombre impresionante como yo le había observado,
ahora era mi Dios y Salvador aún que yo le hubiese retardado.
¡Bendito sea Jesús de Nazaret, Jesucristo mi Señor,
el Cristo Redentor!
¡Bendito sea Jesús, Verdadero Dios y Verdadero
Hombre, que estuvo conmigo y me llamó por mi nombre!
Tomen nota de que cuanto les he narrado, pues es
fiel de Cristo Resucitado.
Fin del libro.
Ʊ Ω Ʊ
Orar sirve, es bueno para nuestra alma y
nuestra mente.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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por gusto de proclamar El Evangelio.
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