LAS PÁGINAS QUE SE LEEN ENSEGUIDA,
SON PARTE DE MI LIBRO
“El
Evangelio Según Zaqueo”
(EL ARCA
EDITORES - 2004)
Una muy personal forma de ver,
La Vida Humana de Dios Hecho Hombre.
“Santifícalos con
La Verdad.
Tu Palabra es La
Verdad.”
Riviera
Maya, Q.R.; México
Junio 23
del 2019.
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PREDICANDO
EN QUINERET
Como
todo un incógnito, durante más de tres años se presentó Jesús de Nazaret en la
Sinagoga de Cafarnaúm para predicar. A
nadie dijo hasta entonces sus antecedentes, nunca supieron su procedencia ni su
genealogía; para todos solo era un hombre capaz de leer los sagrados libros en
el Sabat y explicar el contenido y significado de los mismos. Algunos de los asiduos asistentes a estas
celebraciones eran pescadores residentes de Cafarnaúm, como Santiago y su
hermano Juan, hijos de Zebedeo, quienes en compañía de su madre realizaban las
costumbres de los oficios del Día de Cesación.
También
asistían con frecuencia Simón y Andrés su hermano; y esporádicamente gente de
Bethsaida, como Felipe. Mateo no perdía
la ocasión en sus visitas a Cafarnaúm; siempre estaba presente para admirar a
su querido amigo Jesús de Nazaret. Oírlo
leer, verlo expresarse, tratar de entender lo que les hablaba, los mantenía a
todos expectantes, con toda la atención puesta en su predicación más que en su
persona. Comparando sus conclusiones con
las de otros Rabboni o fariseos. Pero
todavía no era el tiempo para manifestarse; y Jesús se escabullía entre todos a
fin de que no fuese abordado por la gente.
Igual
se repetía cada siete días en un lugar diferente; ya fuera en Betsaida, en
Corozaín, en Genesaret o en Tiberíades, en esa lujosa sinagoga que Herodes había
construido en la villa edificada para beneplácito de los conquistadores
romanos. Todos quedaban maravillados de
las enseñanzas de este nuevo Rabí, del cual nadie sabía nada, a quien ninguno
podía identificar plenamente; excepto Leví, quien en forma callada mantenía su
amistad con él y para quien “algo tenía de diferente” este hombre que había
conocido años atrás.
De
vez en vez Jesús regresaba a Nazaret para ver a sus padres y familiares, para
departir con ellos y para predicar en la pequeña, pero acogedora sinagoga, de
lo que para muchos era “su pueblo natal”.
Todos enmudecían al instante que él subía al estrado con el libro que
leería entre sus manos. Pasmados,
absortos con sus palabras, nadie siquiera era capaz de moverse; la gran mayoría
eran parientes suyos que al saber que Jesús, el hijo de María y José, regresaba
al pueblo, todos querían saludarlo, abrazarlo, estar con él. Esas ocasiones, dentro de la sinagoga
sucedían cosas muy extrañas que no se acostumbraban en otros lugares.
Por
ejemplo: en el primer asiento del recinto (que frecuentemente estaba ocupado
por el Rabboni y sus invitados), sentaban a María y a José. Algo terriblemente desusado, ya que las
mujeres ocupaban las últimas filas en la sinagoga. Pero aquí no.
Era tal el gusto por ver a Jesús, por estar con él, que la concurrencia
casi en su totalidad era parientes del señor.
María y José abrían sus ojos al máximo para no perder detalle de cuanto
hiciera su queridísimo “hijo”; pues bien sabían ellos que quien realmente
estaba hablándoles era el mismísimo Hijo de Dios, Dios Él mismo.
La
atención prestísima; los oídos aguzados; los ojos sin parpadear hasta el
endurecimiento, que solo cedía con la humedad de una lágrima de felicidad
derramada sin querer. José y María
estaban plenos de un gozo que no se contenía en sus cuerpos humanos y que los
rebasaba ante la admiración de ver tan cercana la aparición pública del Mesías,
ante el seguro cumplimiento de todo cuanto les había dicho por el ángel de
Dios. Ese mismo varón que ahora se presentaba
ante ellos, era el mismo Niño Dios, Joven Dios y Hombre Dios que habían criado,
procurado, protegido y amada durante veinticinco largos, angustiosos e
increíblemente felices años. La
felicidad de María y José se podía palpar al momento de felicitarlos por su
hijo; por la buena labor “que ellos habían realizado” en Jesús. Quienes abrazaban a María o a José después de
esos maravillosos momentos, “sentían” su estado de felicidad; era como si
transmitiesen “algo” no material a quien los tocara.
Pago
Divino en vida. Así es Dios con quienes
le aman; con quien es capaz de donarse, de entregarse, de cederse ante el
Señor. Así les “pagó” a ellos, a María y
José, por su dedicación en vida, por haberse cedido, por su donación. Nadie, absolutamente nadie ha recibido tan
grande distinción. Ni Moisés, ni Elías;
ningún humano, salvo María y su amado esposo José, ha sentido la felicidad de
Dios en su cuerpo, en su carne y en su alma como humano. Solo ellos fueron plenos de la Felicidad
Divina en vida humana.
La
Cena del Sabat con Jesús presente, se convertía en todo un acontecimiento en
Nazaret. Las puertas y las ventanas de
la casa de José se abrían de par en par, para que los que no cupieran en e
interior de la construcción, pudieran ver desde afuera lo que sucedía
adentro. María y sus hermanas tenían ya
todo preparado, pues saliendo de la sinagoga todos los que habían estado
presentes se dirigían a su casa para celebrar el Sabat. José, en un acto de profunda devoción, cedía
a su hijo adoptivo (que solo él sabía que era así), conducir las oraciones a
Dios y las bendiciones de lo que comerían.
Había ocasiones en que no solo asistían los parientes de Jesús, sino que
se unían a ellos docenas de personas.
Solo María y José se percataban de la “multiplicación” de los alimentos;
ellos sabían qué cantidad habían preparado y sin embargo, para todos alcanzaba
y sobraba. José lloraba profusamente de
alegría, sentado al frente de su hijo en la mesa, al constatar los milagros que
el Mesías haría. Nadie lo notaba, solo
ellos dos sabían lo que estaba sucediendo.
Jesús entonces se levantaba del asiento y los consolaba con un amor
único, con amor de Dios. Hacer hablar a
Jesús era muy fácil: solo tenían que estar reunidas unas cuantas personas para
que él iniciara el monólogo. Nadie se
atrevía a interrumpirlo, a cuestionarlo, a contradecirlo. Cuanto decía era la verdad.
Solo
un levita vivía en Nazaret; era el encargado de la procuración de las leyes, la
recaudación del diezmo y a administración de perdón de las faltas según la Ley
Mosaica. Era un anciano que vivía solo
auxiliado por uno de los primos de Jesús, por Santiago, e hijo de la hermana de
María (el que después sería conocido como El Menor), muchas pláticas habían
tenido Jesús y él.
Lo
recordaba bien cuando niño recién llegado de Egipto; lo tenía presente en sus
andares y avatares en la preparación de la peregrinación anual al Templo que
organizaban María y José; siempre le hacía preguntas respecto de significado
del viaje. El hombre era poco instruido
y a menudo no podía responderle a Jesús.
Pero como el Niño sí lo sabía, regresaba para darle la respuesta
correcta. El levita se llamaba Eleaza
(que significa Dios da) y Jesús le amaba profundamente.
Y
como Nazaret era población de tercera categoría, solo un fariseo habitaba en el
poblado, era otro anciano que había dejado atrás sus mejores años; sobrevivía
ayudado por las mujeres de la comunidad y padecía las injurias de los hombres
del pueblo que solo veían en él una carga económica que tenían que soportar.
A
éste lo asistía Judas, el hermano mayor de Santiago; quien más tarde sería
identificado como el Tadeo. Este fariseo
era incapaz de enseñar a leer y escribir, pues sus ojos ya no veían. Sus enseñanzas eran orales y muy
confusas. Se llamaba Josué (Dios es
salvación).
También
recordaba con gran precisión al Niño Jesús con sus constantes preguntas y
afirmaciones. Pero mejor recordaba a
Jesús adolescente, al que se ‘perdió’ durante la ida Pascual al Templo. Este pobre hombre, que ya era mayor entonces,
fue quien tuvo que salvaguardar a José en sus angustias de conocimiento ante
Jesús, y al mismo Jesús en su juventud.
No le fue fácil transcurrir la vida con unos ‘vecinos’ así. A él también le amaba el ‘Gran Maestro’,
sobrenombre que le puso el fariseo Eleaza al Joven Dios por sus avanzados
conocimientos de la Ley y los Profetas.
El hombre siempre sospechó a quien tenía delante de él. Ya no lo pudo constatar en vida.
Esos
eran los ‘antecedentes’ que tuvo Jesús de Nazaret de las clases ‘dominantes’ de
la religiosidad judía, de sacerdotes y escribas: dos ancianos olvidados del
mundo, pero no de Dios, ya que los puso ante su Hijo a fin de que sintieran su
presencia Divina.
Frecuentemente
los viajes de Jesús a Nazaret continuaban hacia el Sur, subiendo hacia
Jerusalén. En Naím tenía muchos
conocidos, pero solo uno realmente lo apreciaba: Simón, el Cananeo. Ellos dos platicaban horas y horas
seguidas. Cuando Jesús llegaba a su
casa, la madre de Simón iniciaba la preparación de los alimentos para dos días
completos; ella ya lo sabía: Jesús nunca partía el mismo día que llegaba,
porque podría transcurrir mucho tiempo antes de que los amigos se volvieran a
ver. Con Simón la narrativa de los
Patriarcas era de tal manera expuesta, que podría durar días completos. El hombre tenía una capacidad asombrosa para
contar todo lo sucedido desde Adán hasta Moisés, con la misma Divina sapiencia
inspirada al escritor del Pentateuco.
Jesús gozaba al oírlo y se maravillaba que un hombre pudiese tener tan
admirables facultades. Siempre pensó en
él para algo más que un simple narrador de la tradición Hebrea, Israelita y
Judía.
Su
ardor por las tradiciones judías, convirtieron a Simón en un defensor al
extremo de las mismas, con lo que fue confundido o señalado como un patriota
nacionalista combatiente contra la dominación romana. Muchos de los líderes de grupos
‘libertadores’ del pueblo de Israel, concurrían a la casa de Simón con
frecuencia; bien fuera ‘por consejo’, para ser instruidos en las costumbres del
pueblo o simplemente para obtener información que fuera útil para la
resistencia contra el Imperio. Yo mismo
llegué a visitar a Simón varias veces en su casa, pues Naím era paso obligado
hacia Samaria, que ya era territorio de mis intereses. El hombre era imponente, influyente y
poderoso en el bajo mundo de los rebeldes.
Entre
Jesús y Simón no había punto de comparación; uno era prudente y amoroso, el
otro rijoso; uno tenía puesta la mirada en los bienes del Cielo, el otro en el
poder mundano. Jesús era prudente, Simón
impetuoso. Nada los asemejaba; nadie
podía decir que eran amigos, y sin embargo, los unía un gran afecto y una
sincera amistad. No faltaba la visita de
Jesús a la casa de Simón siempre que él pasaba por Caná.
- Simón, tengo preparada una misión para ti – dijo un día el
Señor -. Ya pronto se empezará a oír del
Mesías, del Hijo del hombre, del Salvador; cuando esos rumores lleguen a tu
casa, vivirás solo, pues tu madre ya estará descansando en el seno de
Abraham. En ese momento venderás todo lo
que tengas, repartirás tu dinero entre los más pobres y te unirás a mí en la
predicación del Reino de los Cielos. En
donde yo me encuentre vendrás a mí y juntos haremos la voluntad de mi Padre que
me ha enviado. De hoy a entonces, ni te
cases, ni te comprometas, ni te separes de estas tierras y de cuanto hasta hora
haces; solo habrás de esperar a oír del Redentor y tu vida cambiará para siempre.
- Así será, Señor mío. Tú ordena, que tu siervo obedece. Le respondió.
El
mandato fue claro y específico. Para
Simón era evidente quien se lo daba. Él
lo conocía muy bien; sabía de quien “podría tratarse” de acuerdo a sus
conocimientos de la Ley y los Profetas.
Este, y por esta razón, fue el ‘primer escogido del Señor, incluso antes
que Simón, el pescador de Cafarnaúm; a éste Jesús no tuvo que ir a buscarlo ni
decirle ya como Ungido, que le siguiera.
Cuando Jesús de Nazaret inició su predicación, Simón el Cananeo
simplemente se presentó ante Él y nunca se separó de su compañía. Todos temían a Simón; Pedro, Andrés, Juan y
Santiago; incluso Leví. Todos conocían
su reputación y nunca le habían visto junto al Señor, ni les había comentado
acerca de él. Cuando llegó, los
desconcertó sobre manera, algunos llegaron a pensar que las intenciones de
Jesús podrían ser bélicas y que Simón sería su lugarteniente.
María
conocía muy bien a Simón. La madre de
éste y ella se frecuentaban con sus respectivos parientes, en fiestas
religiosas o reuniones familiares. En el
tiempo que había transcurrido entre la vocación de los primeros discípulos y la
llegada de Simón, María había notado la forma en que su Hijo y Señor estaba
conjuntando el grupo de seguidores; para María ninguno de los llamados fue
sorpresa, simplemente aclaraban su entendimiento respecto de los planes de Dios
en los Cielos, con la razón de ser Su Hijo en la Tierra. Ella bendecía siempre haber sido elegida por
Dios para tan grande misterio.
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Orar sirve, es bueno para nuestra alma y
nuestra mente.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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