Santifícalos con La Verdad.
Ciudad de
México, Agosto 3 del 2018.
DEL
LIBRO
Veritelius
de Garlla, Apóstol Gentil
50 de 130
Hierosolyma, Provincia de Iudae
Januarius XXIII
Año XXIV del Reinado de Tiberio Julio César
XXXVII A. D.
SAULO DE TARSO,
PRESO EN DAMASCUS
Ha
llegado un correo de la caballería del Ejército Imperial con una nota que me
envía el Procurador de Siria-Fenicia, Aulus Vitellius (el imberbe hijo de
Lucius Vitellius, Censor de Claudio, éste, sobrino de Tiberio César), quien a
los escasos veintidós años de edad (y ante la muerte del Procurador anterior),
ha quedado temporalmente a cargo del gobierno de la Provincia, en la cual se
lee:
¡AVE CÉSAR!
Damascus, Provincia Siria-Fenicia
Januarius XXII
Año XXIII del
Reinado de Tiberio Julio César
Tribunus
Legatus Veritelius de Garlla
Plenuspotenciarius
Christus Mandatus
Mi muy
amado Thius Verito:
Al
recibo de tu misiva respecto de localizar y confinar a los sospechosos de un asesinato
cometido en Hierosolyma en días pasado, en la cual se incluye el nombre de
SAULO DE TARSO, nuestras fuerzas de defensa iniciaron de inmediato su labor,
dando como resultado siempre, ejemplares resultados.
Te
informo con gran alegría que el tal individuo SAULO DE TARSO, a quien también
llaman Paulus, ha sido localizado y puesto en custodia en esta ciudad de Damascus
en la casa de un iudaicus de nombre Iudas.
Estando
tú tan cerca de esta Damascus, concédeme el honor de tu visita como premio a nuestro exitoso logro, en
donde además, daremos cuenta de tu altísima investidura
concedida por mi Thius, Tiberius Iulius Cæsar.
Ansío
tu presencia.
¡Ave
César!
Aulus
Vitellius Claudius
Siria-Fenicia
Procurâtor
Este
joven Vitellius, que seguramente algún día será Emperador Romano (si no le
matan antes), ni es mi sobrino, ni soy su tío; me dice así porque entre su
padre Lucius y yo, siempre ha habido una sincera y gran amistad. No me ha dejado opciones, tendré que
visitarle en Damasco.
En
cualquier otra circunstancia, esta noticia me daría muchísimo gusto y sería yo
capaz de pavonearme con el logro, ciertamente exitoso, alcanzado por las
Huestes del Romanorum Imperialis
Exercitum; pero con lo sucedido el día de ayer en el Cenacûlum, mejor tomaré consejo del Apóstol Petrus.
–
El Señor,
Veritelius, hace posibles todas las cosas. Me responde simple y llanamente
el Christi Vicarîus después de
haberse enterado de los sucesos. Ve tú son tus hombres; allá te verás con
Ananías, quien es uno de los Discípulos del Señor, y que después de Pentecostés
partió a Damasco para predicar el Evangelio.
Él te dirá que hacer, pues también está lleno del Sanctus Spirîtus de
nuestro Señor Iesus Christi.
–
Desde allá partiré para Insûla Capreæ, Apóstol
Petrus; debo informar a Tiberio César sobre mis ‘logros’, incluyendo los deseos
de Usted y de Mariam, la Santa Madre del Señor.
Rece por mí. Me
despido del Sanctus de Dios, portento de diligencia y mesura.
–
¡Shalom,
Veritelius!, que la Paz de nuestro Señor Iesus Christi esté contigo y con los
tuyos; me
responde él, apoyando su dextra mano
en mi hombro.
Desde
Hierosolyma partimos de inmediato
hacia Damascus, en Syria, en donde la visita tendrá dos
facetas: una oficial y otra secretum
confidentialis. Igualmente envío a
Cesarea de Palestina aviso para que La Liburna Christina zarpe para Sidón en
Fenicia y allá nos espere para partir a Insûla
Capreæ.
+ + +
Damascus, Provincia Syria-Fenicia
Januarius XXV
Año XXIV del Reinado de Tiberio Julio César
XXXVII A. D.
¿SAULO DE TARSO,
CONVERSO?
Desde
Cesarea de Filipo, lugar en donde pernoctamos después del viaje desde Hierosolyma, y de un opipârus banquete, que nos ofreció el
Tetrarca de Traconítida Herodes Filipo (a quien yo no conocía personalmente y
que es el hermano de Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea), partimos al toque
de la última vigilia hacia Damasco, en donde somos recibidos como ‘héroes
triunfantes que regresan a Roma’.
Verdaderamente no hay ninguna necesidad de este dispendio, pero el joven
Procurâtor Vitellius así lo ha
dispuesto; “Panis et circus”, algo
que repudio en verdad, pero que no puedo eliminar de los romanos.
Las
ceremonias se prolongan por horas y yo lo que realmente quiero es ir a la casa
del tal Iudas para entrevistarme con
Ananías y Saulo de Tarso. ‘Paciencia, Veritelius, me digo a mí
mismo, paciencia; finalmente estás aquí
porque ellos tienen ‘algo’ que tú buscabas.’ Al mediodía terminan por fin las
demostraciones militares en el Circus
Magnus en Damasco, y nosotros partimos de inmediato a atender lo que nos
tiene aquí, ver a Paulus de Tarso; el
enigmático Fariseo que se ha dado a la tarea de perseguir a los Seguidores de Iesus Nazarenus.
La
casa es una modesta construcción típica de estas tierras: cuatro paredes
exteriores de muros anchos, fabricados con ladrillos de adobe, en cada una de
las cuales se deja espacio para una pequeña ventana que a penas recibe alguna
luz; una columna interior de ladrillos, sobre la que descansan las vigas que
detienen el techo completamente plano.
Solo una puerta de entrada al frente de la casa de dimensiones apenas
aceptables de alto y ancho. Toda
repellada con estuco de arena caliza sin pintar. En el interior, un salón grande al centro,
rodeado de pequeñas habitaciones para diferentes usos, por lo general
dormitorios. Aún sin entrar, en un
diminuto pórtico techado nos esperan Iudas
y Ananías, quienes han auxiliado a Saulo de Tarso.
–
¡Shalom,
Veritelius!, soy Ananías; que la Paz de nuestro Señor Iesus Christi esté
contigo y con los tuyos; me recibe con las mismas palabras que me ha
despedido el Apóstol Petrus, y con
tal familiaridad, como si me conociera desde siempre.
–
¡Shalom,
Ananías!, contesto;
y sin más preámbulo, él empieza a hablar.
–
Debo decirte que
algo sorprendente ha sucedido por obra y gracia de nuestro Señor Iesus Christi;
Saulo ha sido tocado por el Señor y ha hecho patente su fe en el Evangelio; yo
mismo le he bautizado en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo;
y ha quedado lleno de Gracia del Señor; me narra el buen hombre sin parar. Sucedió que hace tres días, viniendo Saulo de
Yerushalayim hacia Damasco, le envolvió una luz venida del cielo, le cegó, cayó
en tierra y oyó una voz que le decía:
“–Saúl, Saúl,
¿por qué me persigues?”
Y él
preguntó:
“– ¿Quién eres,
Señor?
Y le
respondió:
“–Yo soy Iesus,
a quien tú persigues.”
Ayer, he
tenido una visión (continúa
hablando sin cesar Ananías), en la cual me ha hablado el Señor, diciendo:
“Ananías;
levántate y ve a la calle Recta y pregunta en casa de Iudas por uno de Tarso llamado Saulo; mira, está en
oración y ha visto que un
hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para recobrar la vista.”
Pero yo le
respondí:
“Señor, he oído
a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males
que ha causado a tus Santos en Yerushalayim,
y que aquí tiene poderes
de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invoquen Tu Nombre.”
Pero el
Señor me respondió:
“Vete, pues éste me es un instrumento elegido para llevar mi nombre
ante los gentiles, los reyes y
los hijos de Israel.
Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre.”
–
¡Alabado sea Iesus
Christi!, digo
impulsivamente levantando los brazos, y parándome del solium en donde estoy sentado, sin siquiera coordinar mis palabras;
¡El Señor ha leído mis pensamientos!
¡Ahora sí el “Christus Mandatus” será para todos los hombres! ¡Bendito sea Dios!
–
¿De qué hablas,
Veritelius? ¿Qué es el Christus Mandatus que dices? ¿Cómo es eso que ‘será para
todos los hombres’?,
pregunta Ananías con insistencia ante mis reacciones.
–
Ya se lo
explicaré, Discípulo Ananías, ahora quiero ver a Saulo de Tarso; le digo al
angustiado hombre.
–
Ven por acá
Veritelius, lo tenemos en un cuarto con poca luz, a causa de sus heridas en los
ojos.
Finalmente
entramos en la casa; todo está con poca luz, pues los cuartos deben evitarla
para reducir el intenso calor del sol aún en los días de invierno. En la habitación del fondo, en un lecho de
cuatro patas y correas de cuero, está la figura tendida de un iudaicus común: cinco pies de alto,
corpulento sin ser obeso, de cabellos rizados y obscuros; con barba profusa,
larga y bien cuidada, como buen Fariseo; es un hombre muy joven de veintitantos años. Ataviado con túnica, manto y una toca de lana
blanca, llena de flecos retorcidos, que usa en los momentos de oración. Ya puede ver, pero procura no mirar hacia la
luz.
–
¡Shalom, Saulo
de Tarso!, soy Veritelius de Garlla, Tribunus Legatus del Ejército Imperial
Romano; le
digo al hombre, quien se incorpora de inmediato de donde estaba sentado.
–
¡Shalom
Veritelius de Garlla!, me responde con toda propiedad y mesura. Sé muy bien quién es Usted, Tribunus
Legatus; todo el mundo le conoce, más aún ahora que encabeza el “Christus
Mandatus”, algo que hasta hace cuatro días, yo aborrecía, perseguía y odiaba.
Pero el Señor Iesus Christi, me ha hecho cambiar el equivocado pensamiento que
tenía al respecto; pues estaba ciego por las enseñanzas mal habidas de los
Doctores de la Ley y los Rabbuni perversos de nuestro pueblo.
–
Alabo oír eso,
Saulo de Tarso; pero debo decirle que por el proceder de sus acciones y las de
algunos otros de sus correligionarios,
se cometió un asesinato atroz en un acto sedicioso contra el Imperio
Romano; pues al hombre que lapidaron, Esteban, era un ‘Cæsar Ius Latii ad
arbitium’, lo cual Usted comprende bien; y que agravó aún más la situación.
Fui cabalmente informado por declaraciones de los
que allí estuvieron, muchos de los
cuales fueron ejecutados por esos hechos, que Usted encabezó esa trifulca; por lo cual yo emití declaración de
aprehensión en su contra y ésta se ha presentado al mismo tiempo que su
‘encuentro’ con Iesus Christi; algo que a mí me parece verdaderamente
milagroso. Dadas estas circunstancias, Usted deberá quedar confinado a esta ciudad
de Damascus (u otra que sea seleccionada), siempre con la custodia ‘ad disceretîo’
de su persona, por un Soldado Legionario.
Nadie
podrá agredirle, pues a partir de hoy está Usted bajo mi protectorado; y será llamado a declarar
cuando sea necesario, en juicios iniciados
por los delitos cometidos.
Le doy
gracias al Señor Iesus Christi, que Él mismo haya arreglado los sucesos tan convenientemente y sea Usted ahora
uno más de sus Discípulos; y no
alguien que busca matarles.
Por ninguna razón puede abandonar Damascus sin mi
autorización; si lo hace, será buscado y encarcelado de inmediato; algo que no
deseo que suceda. Mis garantías, Saulo de Tarso, son sus
seguridades; úselas en tanto llega el
momento de su propio ministerio.
–
Mi ministerio,
Veritelius de Garlla, ya lo conoce Usted; y ha llegado directo del Señor Iesus
Christi; me
responde el joven e impetuoso iudaicus;
ex fariseo por Gracia Divina.
–
Que le quede muy
claro, Saulo de Tarso, si Usted quiere predicar el Evangelio, puede hacerlo con
total libertad en Damascus y solo en Damascus.
Así será por los próximos tres años.
Mis
hombres le conseguirán una casa muy digna en donde vivirá y en la cual también podrá predicar el
Evangelio. Tiene mucho qué meditar Paulus, use su tiempo con inteligencia y
con cordura.
–
Tribunus
Legatus, yo soy Ciudadano Romano, puedo apelar al César.
–
No hay nada de
Usted en su vida pasada que yo no sepa, Saulo de Tarso, sin embargo, nada de
ella me interesa. Sé que tiene la
Ciudadanía Romana porque pagó por ella; que es una forma lícita de obtenerla. Pero también sé que la sedición en el caso de
ciudadanos romanos es traición al César, lo que le convierte de igual forma en
un sentenciado a muerte. Yo no sé para qué quiere apelar al César, si es él
mismo quien lo está acusando de sedición como iudaicus o de traición como
romano.
–
Pero tengo
derecho a un juicio, Tribunus Legatus, en donde pueda defenderme; refuta el
hombre.
–
Saulo de Tarso,
yo soy su protector, no alguien contra quien Usted tenga que luchar; pero por
el momento, solo le toca obedecer lo que se le diga; ya vendrá el tiempo en que
le toque decidir y que nosotros obedezcamos.
Solo que ese tiempo, aún no ha llegado.
En
este fogosísimo hombre, lo que el Señor Iesus
Christi se ha conseguido, es un ímpetu hebraicus
del tiempo de Moisés, para su Evangelio.
Ninguno de los Doce, ni los Discípulos, tienen sus invaluables
cualidades (y afortunadamente tampoco sus defectos, que Dios irá transformando
en virtudes); ello servirá para esa maravillosa etapa del “Christus Mandatus” que será la ‘Gentîlis’
Predicatiônis. Ya veo a Paulus causando estragos a propio y extraños;
ya lo veo escribiendo a dextra y sinistra;
ya lo veo ‘apelando al César’, aún sin merecerlo. ¡Alabado sea Iesus Christi y que se haga Su Voluntad!
Nuestro
itinerario de regreso a casa es: de Damasco a Sidón; de allí a Canea en Creta;
para seguir hasta Insûla Capreæ;
probablemente de inmediato a Roma para concluir
esta pesadilla con el mismísimo Poncio Pilatus. Jamás pensé que el “Christus Mandatus” me ocupara tanto como en campañas
militares. Me pregunto:
¿Por
qué aparecen tantos enemigos contra algo tan convenientemente bueno?
No
lo entiendo ahora; pero ya lo comprenderé después.
+ + +
Insûla Capreæ Imperialis
Januarius XXIX
Año XXIV del Reinado de Tiberio Julio César
XXXVII A. D.
UNA PENA MENOS QUE
VIVIR
Estamos
regresando a casa después de diez agotadores días de ‘campaña tipo Christus Mandatus’; creo que nunca había
dejado a mi familia en pleno Invierno.
Esto significa, que como Comandante en Jefe de Fuerzas Armadas los
eventos eran más previsibles; como Plenuspotenciarius, no. La guerra, pues, es un hecho previsible; el “Christus Mandatus”, no. A penas hemos desembarcado en el muelle y un
Centurión de la Guardia Pretoriana me informa que el César quiere verme en el
Palacio Central; pero que primero salude a mi familia; y después, con todos
ellos, me traslade hacia esa Residencia Imperial.
Allí
mismo, en la marina de la isla, están Lili, mi amada esposa, junto con mis
hijos varones Gallio y Tito (adoptado, temporalmente); y las cuatro flores que
nunca dejan de reír: Minerva, Vesta, Diana y Venus; mis adorables hijas. El aire del lugar es tan frío que pareciera
que corta la piel como una espada a pleno filo; por lo cual, nos apresuramos a
subir en las cuadrigas que nos lleven pronto al hogar de Novus Villa Garlla Capreæ.
En
cuanto llegamos, el olor a pan recién horneado (más el hambre que tengo, pues
en la Liburna Christina siempre como
poco), hace que mi estómago ruja como león y mi saliva se adelgace como
agua. Hamed, el Maiordomus, de inmediato prepara unos panecillos aderezándolos con
queso derretido, olivas y unas delgadas rebanadas de carne seca. Esto es para mí, lo más parecido al Paraíso
Terrenal que Dios hizo en el Edén: una casa caliente, una comida suculenta y
una familia con quien compartir. Si esto
es ‘un reino en la tierra’; ya me imagino cómo será El Reino de los Cielos.
Ya
acomodados en la sala de las chimeneas, empiezan las preguntas de chicas y
grandes:
–
¿Mataste a
muchos, Patis?; avienta
la primera cuestión la mayor de ellas.
–
No, querida
Minerva, yo no mato gente, le respondo.
–
Pero sí ordenas
que los maten, agrega
Diana.
–
No, hijita, no
es tan sencillo como lo haces ver; hay mucho más que debe ser hecho, antes de
que alguien muera.
–
Pero al final sí
se mueren, Patis; replica Minerva.
–
Sí, al final sí
se mueren los que están contra Roma; porque de manera contraria, son ellos los
que nos matan a nosotros. Pero ¿por qué
quieren hablar de muertos? ¿Por qué no mejor hablamos de vivas, de Ustedes, por
ejemplo? ¿Cómo se ha portado Venus?; cuéntenme, ¿quién ha sido la más diligente
en sus tareas, quién la más obediente a Mamá?
Siempre
ha sido la parte más difícil de mi vida como militar, responder las preguntas
de mis hijos e hijas pequeños; ¿cómo justificar ante ellos que la gente a veces
ha de morir? Muchas ocasiones no hay
manera de hacerlo. Y cuando uno no puede
‘convencer’ a la inocencia infantil de la pérdida de la vida, difícilmente
puede ‘justificar’ el hecho de quitarla.
Esto necesariamente tiene que cambiar, aunque me temo que pasarán miles
de años antes de que lo podamos ver; pues lo primero que habría que modificar
es la esencia humana, o al menos, su forma común de resolver los problemas,
matando.
Salimos
todos juntos hacia el Palacio Central para reunirnos con Tiberio César, y
llevamos ceñidas nuestras más abrigadoras pieles; de pies a cabeza, pues el
frío es tremendo. Solo pienso cómo
estará Roma si aquí el frío es insoportable ¡y ni qué decir de Mediolanum!,
deben estar cubiertos de nieve y hielo.
Para nuestro mayor disgusto, el Emperador se encuentra postrado en cama;
un terrible resfrío lo mantiene inhabilitado por completo y a su edad, esto es
bastante preocupante; el Divino Tiberio ha cumplido ya setenta y ocho años.
–
¡Los Garlla en
familia vienen a visitar al abuelo Tiberio!; pasen Verito, pasen que a todos
les quiero ver y saludar.
–
Divino Tiberio,
me da mucho gusto saludarle, aunque no es la forma en que quiero verle.
–
No te preocupes
mucho, Verito, el viejo César no morirá aún.
–
Usted nunca
morirá, Divino Tiberio; nuestros pensamientos y recuerdos le mantendrán vivo
entre todos.
–
Ven acá Lili,
porque con tu esposo uno nunca acaba por gana una sola batalla; ¡ni que pensar
en ganarle la guerra! ¿Cómo estás, alma de las diosas del hogar, la amada Lili?
–
Bien, Divino
César; pero muy preocupada por usted, debido a su salud.
–
Pues no te
preocupes, hija de Iuppiter y Minerva, pues de peores cuchilladas me he
salvado. ¿Y las bellísimas hijas cómo
están?; vengan súbanse a la cama para ver sus resplandecientes rostros.
–
¿Te vas a morir,
Divino Abuelo?
–
Venus, por todos
los dioses, eso no se pregunta, corrige Lili de inmediato.
–
Hoy no pequeña
Venus, pero cuando me muera, quiero que me prometas una cosa, ¿estás de
acuerdo?
–
Sí, Abuelo
Tiberio.
–
No dejarás que
llore nadie de tu familia; y por supuesto ¡tu tampoco!; ¿me lo prometes Venus?
–
Sí Abuelo
Tiberio, aunque no sé si pueda lograrlo.
–
Sí podrás, yo
estoy seguro. ¡Pero qué barbaridad, de qué estamos hablando! Si lo que debemos
hacer es disfrutar algo que mandé hacer especialmente para ustedes; allí,
Minerva, junto a ti están
–
¡¡Uau!! Castañas
asadas y pan dulce con miel; ¡qué delicia, Divino Abuelo! ¡Esto sí que es una
fiesta!
–
Qué bueno que
les guste todo; cómanlo allá afuera pues se me va a antojar y a mí no me dejan
comerlo.
–
Vengan niñas,
salgamos por acá;
instruye la Madre de todas.
–
¿Cómo está
Hierosolyma y la tierra de iudaicus, Tribunus Legatus?
–
En calma, Divino
Tiberio, se ha quedado en calma; aunque tensa, por los desagradables
acontecimientos.
–
¿Están esos
desalmados muertos, Tribunus Legatus?
–
Los que merecían
el castigo, lo han tenido, Divino César.
–
¿Al menos fueron
doce, Veritelius de Garlla?
–
Sí, Señor,
desafortunadamente esos fueron.
–
No es
infortunio, Verito, es iustitia para la Pax Romana; ya verás que en años no
tendrás que volver a hacerlo. Así son
estas ratas, a la muerte de unas cuantas, huyen todas. Déjame darte una buena noticia al respecto:
hace cinco días, y sabiendo el desalmado y cobarde que tú habías salido hacia
Hierosolyma a liquidar a esos miserables, Poncio
Pilatus se suicidó en su casa en Roma; allá donde tan bien decidiste
mantenerle arraigado. No quiso el infeliz enfrentar su juicio.
–
No es una
noticia agradable oír eso, Divino Tiberio; un General Legionario nunca debe
terminar así.
–
Ya no era
General Legionario, Tribunus Legatus; usted lo desvistió cual debió haber
sido. Ahora solo era una persona sin
méritos en la vida, que no tenía por qué vivir.
–
La vida, Divino
César, es un don inmerecido de Dios y hemos de cuidarla.
–
Bien dicho,
Verito; muy apropiada tu respuesta con respecto a las enseñanzas de Iesus
Nazarenus; pero que nunca se te olvide que la negligencia e incompetencia de
esa paria humana, llevaron a la cruz al Hijo de Dios. Eso te lo tienes que repetir todos los días. Ninguna hiena humana tiene derecho a
vivir. Mátalos tú o te matarán ellos;
Verito.
–
Sí Divino
Tiberio, siempre lo tendré presente.
–
¿Cuál es la
suerte de los otros secuaces?, me pregunta con recelo.
–
Están recluidos,
señor; le respondo.
–
No lo merecen,
Verito, no merecen tu consideración. ¿Y Caifás, qué harás con él, que es
verdaderamente un hijo del Demonio?
–
En cuanto sea
aprehendido, será juzgado, Divino Tiberio.
–
Ya no te
preocupes, yo ya lo localicé y ya lo mandé matar.
–
Pero Divino
César, Usted, precisamente Usted no debe estar dando esas instrucciones ni
tomando la iustitia en su mano como voluntad propia; si el César hace eso,
¿quién habrá que crea en la Lex y la Iustitia Romana?
–
Yo no me puedo
morir si alguna de esas víboras vive aún; sería tanto como pensar que no pude
hacer nada; y eso nunca se habrá de pensar de mí. Prefiero que digan que fui un asesino, a un
inepto incapaz de aniquilar a los asesinos.
–
Señor, eso no
está bien hecho, menos aún de su parte.
–
Tú ocúpate de
tus asuntos; haz que todos escriban, que lo hacen muy bien. A mí déjame allanarles el camino de piedras,
víboras y ‘humanos con ponzoña’. Tú
todavía tienes mucho que hacer; y yo poca vida que vivir.
† †
†
Orar
sirve, oremos por nuestros Pueblos.
De
todos ustedes afectísimo en Cristo
Antonio
Garelli
Tu Palabra es La Verdad.
También me puedes seguir en:
Solo por el gusto de Proclamar El Evangelio
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