¡Alabado sea Jesucristo!
Ciudad de
México, Diciembre 1 del 2017.
Veritelius
de Garlla, Apóstol Gentil
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EN VIAJE A LA
Insûla Capreæ,
Mare Thyrrhenum,
Iunius XXI
Año XX del
Reinado de Tiberio Julio César
La
sonrosada luz de la aurora nos toma en pleno mar, en el centro del Colphus de
Gaeta, a la altura de Capua, donde termina la Vía Apia; entre los cabos de
Terracina y Puzzeoli. Aún no suena la
diana de la última vigilia y los que hemos podido dormir un poco, nos
levantamos para deleitarnos del espectáculo de luz y sombras que se presenta
entre el cielo, las nubes y el mar.
Siempre lo he dicho, los eventos realmente maravillosos, son gratuitos;
dones de los dioses. Para disfrutar
éste, uno solo tiene que madrugar y ver, nada más. La brisa ya no es tan impetuosa como la noche
anterior, pero sigue intensa empujándonos hacia delante; la temperatura es
templada y la visibilidad amplísima.
Justo en este momento, si uno ve a la dextra de la liburna, es de noche;
pero si uno voltea a la sinistra, el día está empezando. De un lado estrellas, del otro la luz del
astro Rey.
Ya
me han visto que estoy en cubierta y Tadeus se acerca para saludar:
–
¡Ave César,
Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, buenos días; me dice.
–
¡Ave César,
Tadeus!, buenos días para ti; le respondo.
–
Tribunus
Legatus, el Prefecto de la nave ha dispuesto tomar los primeros alimentos muy
temprano, para evitar el mareo cuando crucemos las islas del Monte Epomeo a la
entrada del Colphus de Neapolis; quiere él saber su Usted está de acuerdo,
Señor.
–
Él es ‘primus
pilus’ aquí; tú y yo solo obedecemos, Tadeus.
–
Eso es lo que le
he dicho, Tribunus Legatus, pero el hombre está dudoso.
–
Pues que no
dude, Tadeus, y que sirva el opíparo iento o desayuno, como dicen en Tarraco,
que hayan preparado.
–
Esa misma
palabra ha usado él, Señor; y las viandas son abundantes, ya que ellos han
pescado durante la noche y cortado fruta fresca que traían; y nosotros hemos
agregado quesos y pan, Tribunus Legatus.
–
Pues, qué
esperas, Tadeus, ¡“des ayunemos ya”!
–
¡Al mandato,
Tribunus Legatus!
Estos
hombres han hecho maravillas con la comida: el pescado lo asaron en una orilla
de bronce que generalmente se usa para hacer señales de auxilio; las frutas son
citrus en su mayoría: naranjas, limas
y limones; los quesos los han derretido encima de las lonjas de los pescados y
aquello despide un aroma sensacional; claro, también hay que tomar en cuenta
que nosotros comimos hace cuatro vigilias completas. . . y cuando el hambre es
grande, hasta las piedras asadas son aceptadas.
La bebida será jugo de naranjas con vino rojo dulce y ‘mustum’.
Bajo
sin avisar al lugar de los remerii, esos
desdichados humanos que son vendidos como esclavos o que nosotros tomamos como
prisioneros en las campañas de expansión del Imperio. También para ellos otorga Roma algunas
seguridades. Honoris, Legis, Iustitia, de acuerdo al status de cada
individuo; esa es la ventaja del Derecho Romano, que es para todos.
Estos
hombres deben comer todos los días, al menos dos veces, de forma que puedan
recuperar las fuerzas perdidas; deben dormir al menos una vigilia completa; a
los cinco años de trabajo y buen comportamiento, pueden ser considerados como
aptos para un mejor trabajo del que han realizado desde su captura o compra; a
los diez años pueden pactar con su amo o dueño la compra de su libertad por un
período convenido que no exceda otro decenio.
Cuando estén en posibilidad de adquirir su libertad, pueden cambiarla
por casa y comida por el resto de su vida al servicio del mismo amo o
dueño. En el Imperio Romano no hay
esclavos permanentes, si han servido con rectitud.
Al
mismísimo momento que me ven aparecer, todos bajan sus cabezas en señal de
reverencia; están avisados de los invitados y han de guardar sujeción. La gran mayoría son árabes o provenientes del
Alto Egipto, algunos con piel muy obscura, y corpulentos como equinos de
Germania. El espacio que ocupa cada uno,
apenas es suficiente para contenerle sentado frente al remo; los que descansan
lo hacen botados, como estirándose, en los extremos de proa y popa en donde no
hay remo. El capataz a cargo del tambor
de ritmo, único posible de ser liberto, es también el único que entiende el
protocolo y desde el fondo del lugar, en donde se encuentra ubicado, se levanta
y me saluda:
–
¡Ave ‘Caézar’,
Sendior!,
–
¡Ave César!, le
respondo;
sin poder decirle nada más, temiendo que no pueda entender el latín. Justo en el momento en que me doy cuenta que
detrás de mí se encuentra Silenio Abdera, quien me dice:
–
Aún no aprenden
a hablar latín, Tribunus Legatus, los que ya lo hacen, no son remerii, pueden
ser utilizados en algo más útil; aquí lo que importa es que el hombre sea sano
y muy fuerte, aunque sea mutus.
–
¡Prefecto
Silenio!, tenga recato; usted y yo hemos tenido otras oportunidades, pero ellos
ninguna;
reprendo al hombre por su último comentario, el cual ha hecho despectivamente.
–
¡Me disculpo
Tribunus Legatus, no quise ofender!, reacciona de inmediato dándose cuenta
de su exceso.
La
corrección debe ser inmediata, es cierto; pero a un oficial, nunca delante de
su tropa. No hago ningún otro
comentario, pero le advierto con la mirada.
Roma no ha conquistado el mundo por su crueldad o sus abusos; lo ha
hecho por su cultura de razón y orden.
Hay quien dice que los Helénicos pensaron y los Romanos solo ejecutaron;
yo respondo ante eso que siempre será más valioso ejecutar que imaginar, pues
de buenos deseos solo se vive bien en el Pantheón. Los grandes ideales valen cuando se pueden
realizar. Por ejemplo, La Ética pensada
por los griegos, que es un gran descubrimiento del conocimiento humano, solo
tuvo plena valía cuando se aplicó en el Derecho Romano, nuestra Mores; porque
ni siquiera Hipocratus logró esos altos ideales de entrega pensados por los
filósofos griegos de hace cinco centurias de años. “Idealis practîcus, morâlis factum”, eso es Roma y su Grandioso
Imperio.
“¡Insûla Capreæ, Alos frontis!”, grita con
toda su voz el vigía del mástil; hemos llegado.
El Sol está a cuarenta y cinco grados antes del cenit, lo cual significa
que hemos realizado el viaje en un poco más de cinco vigilias; excelente
tiempo. Si hubiésemos venido en caballo, habríamos hecho dos días completos a
trote, pernoctar en dos lugares, además de embarcar desde Puzzeoli hasta Capreæ; realmente vale la pena navegar
este recorrido. Bordeamos la isla por su
lado Poniente y podemos observar los destellos de luz de las blancas y marmóreas
construcciones de los palacios de Tiberio; conforme nos acercamos al puerto se
nos unen pequeñas embarcaciones repletas de guardias pretorianos que son
custodios a muerte del Emperador; a cada una que se añade, Tadeus le avisa de
quién se trata la visita “¡Ave César!,
¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, en mandatum del Emperador!”, les
dice a todos, recibiendo de aquéllos un sonoro ¡Ave César, Ave Tribunus Legatus! Realmente no hace falta que
Tadeus se anuncie, el General en Jefe de la Guardia Pretoriana, posee tanta o
más información que los tres Tribunus
Legatus que existimos; también él ya sabe que estamos aquí, cuántos somos y
cuándo nos vamos; esto último, nosotros no.
Como
fue posible, en la pequeña embarcación, mis hombres y yo nos hemos aseado hasta
la ‘pulcritud’, un término muy relativo en la milicia; pero estamos lo mejor
presentables que hemos podido. Tiberio
Julio César pudo habernos visto claramente, cuando pasamos frente al Palacio
del Monte Solarum, a un tercio de milla de alto; aquí los sorprendidos somos
siempre los que llegamos, los que están aquí saben de nosotros muchas horas
antes, por eso es inexpugnable esta pequeña Insûla. Antes de descender y retirarnos todos, le
ordeno al Præfecto Silenio:
–
Usted me espera
en este lugar sin importar el tiempo que pase.
Juntos regresaremos a Ostia y a Roma.
Le entrego cien aureus para su estancia ‘y el digno trato de toda su
tripulación, ‘hasta
de los sordos remeros’; los quiero
felices cuando yo regrese y partamos a donde sea que vayamos. ¿Me entendió
Centurio Silenio?
–
¡Perfectamente,
Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!
–
En este lugar no
se permiten visitantes armados, Silenio; las armas de todos nosotros están en
el cubículo de la popa y serán custodiadas por uno de mis Centuriones, a quien
Usted reportará en tanto su nave esté anclada y yo me encuentre ausente. Nadie puede abordar su embarcación sin mi
permiso; en caso contrario, el Centurio apoyado por todos ustedes, repelerá la
acción, la cual es considerada como ataque a mi investidura. ¿Ha entendido, Præfecto Silenio Abdera?
–
¡Sí, Señor,
Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!
–
Que Mars y
Neptuno les acompañen, ¡Ave César!
–
¡Ave Tiberio
Julio César, Tribunus Legatus!
Estoy
seguro, ‘algo me lo dice’, que este momento no lo voy a olvidar nunca por el
resto de los pocos días que me queden de vida.
–
¡Ave Tiberius
Iulius Cæsar, Tribunus Legatus, Veritelius de Garlla!
–
¡Ave Tiberius
Iulius Cæsar, Imperator Maxîmum!, ¡Qué gran honor para mí; el mismísimo General
Præfecto Pretoriano en Jefe, Fitus Heriliano recibiéndome en la Insûla
Imperialis de Capreæ!; ¿a caso he hecho algo para merecerlo? ¿o es que debo
tanto que no escaparé?
–
¡Mi querido
amigo!, ¿cómo ha estado el más joven, cuerdo y fiel de los Tribunii Legatii que
tenemos en el Imperio?
–
Bien, con la
ayuda de Mars y Minerva, General.
–
Y de Iuppiter y
de Iuno y de todo el Pantheón, diría yo; porque encima de Usted no se ha
quedado ni un año de todos los que han pasado desde la última vez que le vi en
Roma;
me dice mientras subimos en una carreta raeda
elegantísima tirada por dos corceles enormes y guiada por un auriga de la Guardia Pretoriana.
–
Realmente han
sido pocos, solo tres; General Fitus. Dígame, ¿cómo está el Emperador y su
salud?
–
Es tan viejo y
útil como un olivo de tercera generación, pero tan fuerte como un roble
appennini o un cedro de Tyrus. Sin embargo, son las preocupaciones las que
acaban más que las batallas, Tribunus Legatus, algo que sabemos muy bien Usted
y Yo.
–
¿Y qué preocupa
tanto al Tiberio César, General Fitus?
–
Los excesos de
la Pax Romana, Tribunus Legatus; los excesos que deja el estado de prospéritas,
felicîtas de nuestro amado Imperio Romano.
El mismo Emperador le informará a Usted al respecto, no ha querido que
yo le diga nada. Dígame, ¿se reunió
Usted con el Senador Nalterrum y ‘su comisión’?, me pregunta muy
incisivo.
–
Sí General Fitus
Heriliano, ayer lo he hecho, le respondo firmemente.
–
¿Cuándo recibió
Usted la primera nota de la Comisión?, me cuestiona.
–
El XIII de Augus próximo pasado, General.
–
Ejemplar; ya no
hay hombres como Usted Tribunus Legatus; tan solo ocho días para dejar todo,
viajar y presentarse aquí; simplemente ejemplar. Le felicito sinceramente por su adhesión al
César. Me
dice el hombre con un seño de preocupación y sincero agradecimiento.
–
Es mi deber,
General; nada debe agradecerse; le respondo.
–
Es cierto, el
deber es lo que se debe hacer y eso no es de agradecerse; pero eso, Tribunus
Legatus, solo opera en hombres como nosotros, los que hemos consagrado la vida
al Emperador y al Imperio.
El
General Fitus Heriliano fue siempre el Lugarteniente, fuera de la línea de
mando, de Tiberio César durante toda la vida activa de éste en la milicia. Es un hombre de probada capacidad, político
agudo y de una moral y fidelidad a prueba del fuego; estoy seguro que primero
arde en una hoguera antes de traicionar al César. Debe tener sesenta y algo de años; y es
riquísimo en aureus, con los que el
César ha premiado sus cualidades y capacidades.
Esto me intriga todavía más: ¿qué quiere de mí Tiberio Julio César, si
tiene a este hombre para pedirle todo?
† †
†
Orar
sirve, oremos por nuestros Pueblos.
De
todos ustedes afectísimo en Cristo
Antonio
Garelli
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