¡Alabado sea Jesucristo!
Ciudad de
México, Noviembre 23 del 2017.
Veritelius
de Garlla, Apóstol Gentil
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ROMA AUGUSTA URBE ET ORBI (4)
Esta ‘liburna’ es todo un lujo; delata a
simple vista a sus o ‘su’ dueño: un senador.
Apostaría mi mano derecha a que así es; claro que podría perderla si el
dueño fuese un hombre como Rubicus Antanae, aquél rico de Parma. Pero este no es el caso. El piso de la cubierta, de unos cuarenta pies
de largo y diez de ancho, que está encima de los remeros, y el casco del navío,
están pintados de blanco para ocultar el betún que sella los tablones con los
que se ha fabricado. En la popa, han
construido un pequeño cubículo de siete pies por lado, con una cama y una silla
adentro, todo de madera refinadamente tallada y pintada.
Afuera tiene
diez bancas asidas a la cubierta, del largo de un hombre cada una, que están
perfectamente talladas, pulidas y barnizadas al natural. La balaustrada y el
barandal perimetral, son una obra de arte pieza por pieza, todo en madera con
incrustaciones de latón. Bueno, hasta
los remos están bellamente torneados. En fin, es un derroche de impuestos al
servicio de unos cuantos; o mejor dicho: de muy pocos. Me voy a sentir muy apenado al llegar a Capreæ; tendré que explicarle
detalladamente a Tiberio César el origen de esta embarcación; de ninguna forma
quisiera que llegase a pensar que es de mi propiedad. Viéndola bien, hasta podría ser del Emperador.
-¡Præfecto
Silenio!,
llamo al joven jefe de la nave, a solas en la proa.
-¡Al mandato,
Tribunus Legatus!,
contesta de inmediato.
-Veo que viste
usted un uniforme de gala de Centurión, ¿por alguna razón en especial, o
siempre es así?,
le cuestiono.
-Sabía que
vendría usted, Tribunus Legatus; y que iríamos a la Villa Imperial en Capreæ,
por eso lo porto;
pero normalmente visto de civil, como
nauta mercante; me dice.
-Bien, buen
soldado, bien hecho; son importantes esas decisiones, le animo un poco
para hacerle la siguiente pregunta;
dígame Navis Præfecto, ¿a quién pertenece esta lujosa y confortable
embarcación?
-No lo sé,
Señor; me
responde temeroso el hombre.
-¿Quién le
ordena a dónde ir y cuándo salir?
-El Senador
Flavio Nalterrum, Señor; contesta casi balbuceando.
-Pues entonces
es de él,
le digo riendo un poco, o en su defecto
del pueblo romano a quien él representa en el Senado; ¿no cree usted, Silenio?
-Sí, Señor, así
lo creo también.
-¿Viajan
seguido, Præfecto Silenio?, continúo interrogándolo suave-mente.
-Sí, Señor, me dice; recientemente fuimos a Alexandria, en
Aegyptus. El soldado ha empezado a transpirar profusamente ante las
preguntas y digo:
-¿Se siente
incómodo, Navis Præfecto Silenio Abdera?
-Sí, Tribunus
Legatus, porque no sé qué es lo mejor que pueda yo hacer; si callar, como debo;
o respetar su infinita superioridad sobre mí.
-Bien, soldado,
bien hecho y dicho. ¿Tiene alguna orden
de su superior militar de callar ante mí?, le cuestiono.
-No, Tribunus
Legatus.
-¿Tiene mandato
del Senador Nalterrum de guardar silencio ante mí?
-No, Señor.
-¿Se siente
fallando a algún mandato o juramento militar, Centurio?
-No, Señor, no
creo estar fallando; ¡es solo que no sé qué hacer!
-Última pregunta
que hago, Centurio Silenio, ¿puedo platicar con usted y preguntarle todo cuanto
desee, como su amicus?
-¡Sí, Señor,
Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, ¡sí puede!, contesta
visiblemente emocionado el joven soldado, que ante el desacostum-brado final
del interrogatorio, rompe su rigidez en un sollozo, el cual contiene de
inmediato, hincando su rodilla al suelo y mordiendo su puño.
Dejo
pasar un instante y lo levanto suavemente tomándolo de su armadura por los
hombros y le digo: Ya no haré preguntas,
pero quiero conocerle Silenio; cuénteme lo que usted quiera.
-Nací en
Tarraco, en Hispania hace veintiséis años; mi padre es Bætico y mi madre es
Fenicia, de Tyrus. Me enrolé en las
fuerzas militares del Ejército Imperial a los diecisiete años, como nauta de
velas; a los veintiún años participé en la batalla naval del Baliaricum en
donde fui reconocido por las estrategias de movimientos para ataque y defensa
contra los insurrectos mauritanos. Hace
dos años fui asignado como Præfecto de esta nave al servicio del Senador Flavio
Nalterrum. Toda mi vida he sido marino,
ya que mi padre es comerciante de perlas en el Mare Nostrum.
-¿Cuánto ha
estudiado, Centurio Silenio?, le interrumpo su narración.
-Nada, Señor,
solo aprendí a leer y escribir el Latín; que me enseñó mi madre, quien también
habla griego, bético y sirio.
-Magnífica
mujer, Silenio, estará usted muy orgulloso de ella.
-Sí, Señor, lo
estoy.
-Gracias,
Centurio Silenio, voy a descansar un momento; atienda su nave, ya fue
suficiente para su invitado, le digo para terminar. ¡Ave César!
-Gracias
Tribunus Legatus Veritelius de Garlla; ¡Ave César!
El grito de
compás de remeros no deja de oírse, cambia de voz, pero no de ritmo; lo cual
quiere decir que no avanzamos con la fuerza del viento, sino con la de los
remos y ello significa que vamos lentos.
Mi ‘momento’ de descanso en realidad se convirtió en el tiempo de toda
una vigilia completa; está tocando la diana de la segunda y la luz solo se
alcanza a ver en el firmamento, pues el Sol ya pasó el horizonte. Los tonos de ocre a lila y a índigo, son
fascinantes, pareciera que se están forjando ollas en el fuego del cielo; la
brisa marina apenas infla la vela sin estirarla mucho, haciendo pesado el
avance.
Navegamos viendo
la costa a seis millas de distancia, en donde las aguas empiezan la fosa
marina, dejando atrás la profundidad continental; que es menos propicia para el
desplazamiento rápido, en virtud de las corrientes encontradas. Estamos por llegar a Antium, lugar casi
exclusivo para villas de poderosos y ricos, especialmente políticos y
comerciantes; muchas veces llegué a ese lugar con mis tropas de asalto
provenientes de Tarraco en Hispania,
cruzando en medio de Córsica y Sardinia, en aquellas pesadas galeras llenas de
soldado Legionarios y caballos, dispuestos a un merecido descanso después de
las campañas de Veranum y Autumnus. Desde aquí marchábamos a Roma para los
desfiles en la Gran Urbe; después el Ivierno
con la familia y Primumver para
sembrar. Así los ciclos de las campañas
del Ejército Imperial. Por supuesto, los
revoltosos lo sabían también, y entonces se rompía el equilibrio; y volvía la
guerra en el tiempo que fuera.
Finalmente se
siente el impulso del viento a pleno en el mar, el osado Præfecto lo aprovecha de inmediato apoyándose en la luz de la luna
que casi está llena por completo; el movimiento de la nave se siente muy
diferente y los remos han sido elevados para no cortar el flujo de la corriente
que abre la quilla desde lo profundo.
Los nautas de velas, tanto los de arriba como los de cubierta, se afanan
con las sogas y los lazos que deben apurar en las maniobras. La velocidad es cada vez es mayor y el
golpeteo de las olas contra el casco es substancialmente más fuerte. Los saltos sobre las olas se repiten uno tras
de otro y da la impresión que no las navegamos, sino que las brincamos de
cresta a cresta. El Præfecto Silenio no deja de gritar a toda voz órdenes para sus
nautas y él mismo ha tomado el timón de mando; no hay lluvia ni relámpagos ni
truenos, solamente el intenso aire que levanta la brisa y nos moja hasta
empaparnos. Silenio nos ha pedido a
todos que nos sentemos en las bancas de cubierta y que nos sujetemos con los
cinchos que hay clavados en cada una.
El hombre sigue
aventando órdenes, que todos los demás ejecutan al instante; han tendido dos
cables transversales en el frente de la vela: uno de la esquina inferior
derecha a la esquina superior izquierda y viceversa, de manera que ya no es un
solo gran globus lo que se ve, sino
cuatro en forma triangular. Con esas
amarras se asegura la estabilidad de la vela ayudando inclusive a un posible
desgarre. Los vigías de mástil y proa igualmente vociferan palabras que solo
ellos se entienden, pero a cada una el Prefecto responde: asiente o niega; o
acepta o rechaza. Le miro sostenido
desde mi banca, y me doy cuenta que navegar así es una pequeña batalla que
librar con el mar y con el viento; el buen Præfecto,
como el buen Centurión, tienen que sacar adelante su tropa y sus arreos
perdiendo lo menos que sea posible.
La trompeta del
vigía suena estridente para que todos la oigamos; han sido tres horas de viento
intenso y no amina, pero todo está bajo control. Se dirige hacia mí Silenio Abdera para darme
parte de la situación; él se ve animoso pues el viento en las velas es su
pasión y la razón misma de su estancia en esta, tan onerosa embarcación.
- Tribunus
Legatus, el viento ha sido sensacional para nuestro avance; la marea y las olas
han trabajado a nuestro favor y no tenemos ningún daño en la liburna; esto es
lo que yo llamo ‘navegar con Neptuno’ –me dice el orgulloso hombre – llevamos un tercio del tiempo programado
para el viaje, pero casi estamos a la mitad de la distancia, por lo que si este
viento sigue soplando, estaremos antes del mediodía en Capreæ, sanos y salvos.
-Muy bien
Præfecto, le
contesto, la única prisa que tenemos es
llegar.
Diez palacios,
templos y otros edificios, ha construido Tiberio en Capreæ en apenas cinco años que lleva viviendo allí; cada uno tiene
una milla cuadrada de terreno que lo separa del más próximo. Los ha edificado en la playa, en el
acantilado, en el Monte Solarum (en donde inclusive ha instalado una habitación
para observación astronómica), en el centro de la isla, en el pequeño valle del
Oriente; en fin, en los cuatro puntos cardinales hay cuando menos dos hermosas ædesis regia o mansiones reales para su
uso personal. Hay árboles por todas
partes: en unos ha sembrado olivares, en otros frutales de estación; ha
resembrado pinos, cedros y robles traídos de los Appennini para evitar la
erosión de las empinadas laderas; el centro de la isla, yo no sé por qué razón,
tiene tierras muy fértiles y los granos se producen en gran abundancia. Las granjas son pequeñas y con animales que
no consumen mucha agua, porque ésta es escasa dado que no hay ni ríos ni
manantiales; pero llueve suficiente en el año y tienen un sistema de
recolección del vital líquido, que envidiaría la misma Roma. De Neapolis, Puzzeoli, Herculano y Pompeii
llegan a diario embarcaciones con todo lo que aquí no producen y el Emperador
gusta de consumir. Por supuesto, en Capreæ hay mas esclavos que ciudadanos
romanos; deben habitarla regularmente una mil personas entre pretorianos,
sirvientes, invitados y claro está, Tiberio Julio César y su familia.
Es paradójico,
pero diez millones de millas cuadradas, entre tierra y mares, que son el área
de influencia del Imperio Romano, se manejan desde esta pequeña e inexpugnable
isla de apenas cinco millas de superficie.
Todos hemos de venir aquí cuando nos llama el Emperador; cualquier
asunto de estado se decide finalmente en este pequeño e imperial lugar. Roma podrá jactarse de tener el senado y lo
más grande de todo, pero Capreæ tiene
la sede del hombre que maneja el Supremo Gobierno Imperial Romano. Yo he estado allí una veinte veces en mi
vida, pero hacía más de tres años que no venía; estará muy cambiado todo,
seguramente, Tiberio es un constructor empedernido.
† †
†
Orar
sirve, oremos por nuestros Pueblos.
De
todos ustedes afectísimo en Cristo
Antonio
Garelli
También me puedes seguir en:
De Milagros y
Diosidencias. Solo por el gusto de
proclamar El Evangelio.
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