¡Alabado sea Jesucristo!
Ciudad de
México, Septiembre 15 del 2017.
Veritelius
de Garlla, Apóstol Gentil
EN PARMA (Camino
a Roma)
Iunius XV
El
caserío ha crecido mucho desde la última vez que pasé por Parma, inclusive ya
hay pequeñas villas con una gran casa al centro y algunas de menor tamaño que
la rodean; pero todavía son de madera, todas.
Aquí vive Rubicus Antanae, el hombre que más vende queso en toda Italia;
habrá que saludarle de paso. Cuando el
comercio crece, la milicia también; la antigua estación de Parma se ha
convertido en Guarnición y sus instalaciones también se han mejorado.
Estamos llegando
a las caballerizas del Ejército Imperial y somos recibidos con todos los
honores correspondientes; los vigías nos detectaron desde la Vía Æmilia y este enclave militar está
preparado para nuestro arribo. Como se
encuentran formados en la arena de la caballeriza, sin desmontar, paso lista a
la tropa; son más de trescientos legionarios y soldados de infantería, con una
escuadra ecuestre, con todos los rangos que el grupo requiere.
Mi
uniforme (con la cathafracta que
cubre mis hombros, pecho y abdomen), originalmente de color gris metálico, con
guirnaldas e incrustaciones de oro, ahora solo luce un color: el del barro que
se ha adherido en el camino durante la cabalgata. Mi asistente y mi ayudante se encargarán de
que vuelva a lucir impecable, en cuanto haya tiempo para la limpieza personal y
de arreos. Lo único que se salva de
lucir digno es el cassis, este yelmo
de metal que solo usamos para la batalla y las paradas militares, y que durante
los viajes lo cambiamos por el galerus
de cuero y que es más ligero. Al momento de detener mi caballo, el Jefe de
Cohorte se apea de inmediato a mi lado deteniendo las riendas del corcel y
saludándome:
–
¡Ave César!
¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, sea Usted bienvenido a Parma!, me dice el
impecable soldado.
–
¡Ave César!, le respondo con
voz fuerte para que todos me oigan; y entonces, todos los presentes, a coro,
dicen:
–
¡¡Ave César, Ave
Generalis!!
–
Soy Ladeo,
Centurio Jefe de Cohorte al servicio del Emperador Tiberio Julio César y de
Usted, Tribunus Veritelius; y continúa: Sus
aposentos están preparados señor, al igual que los de sus acompañantes.
Desmonto
y nos encaminamos a las habitaciones; el tozudo cohors, jefe de todos aquí, se apresta para rendir el informe de
rigor:
–
No hay novedades
de guerra ni levantamientos que informar Tribunus Veritelius, me dice, todo se encuentra en plena Pax Romana;
nuestra labor principal consiste en vigilar la aldea de posibles incursiones de
ladrones fortuitos contra las caravanas de comercio.
–
Me doy por
enterado, Jefe de Cohors Ladeo.
–
Algo más,
Tribunus, me
interrumpe antes de que le despida, el
ciudadano civil Rubicus Antanae ha enviado un mensajero que ha informado que
‘para su amo será un honor invitarle a cenar en su palacio esta misma noche, si
Usted acepta’.
–
Respóndale que
con gusto estaré allí al toque de inicio de la segunda vigilia. Que iré solo.
No, espere; ¿Usted ha comido con él, Jefe Ladeo?
–
No, Tribunus
Veritelius, me
responde.
–
Entonces avísele
que iré acompañado de cinco personas más; éstos serán Usted, sus tres
Centuriones y mi asistente. Dé las
órdenes pertinentes y avísele a la tropa que la cena de hoy es por cuenta mía,
hasta la tercera vigilia: “Non memoria
oscuratta est” (“Sin perder la conciencia”); mis Legionarios serán los vigilantes del orden.
–
¡Ave César! Le despido de
inmediato.
–
¡Ave César!,
¡Ave Tribunus Veritelius de Garlla!, se despide él.
Tadeus,
mi asistente, que tiene las facultades de un Centurio en voz, acto y mando, ha
tomado debida nota de mis instrucciones, por lo que manda llamar tres triarii (soldados mínimos), para que le
ayuden en la faena: ‘impeccabílis
presaentia’; el Tribunus Legatus asistirá a una reunión civil
como Oficial del Ejército Imperial. Mientras me despojo del uniforme, reviso la
habitación y me doy cuenta de que han preparado ¡¡un baño con tina!!; de
haberlo sabido antes, le digo a Rubicus Antanae que dejáramos su cena para otra
ocasión. Solo tendré una hora para
disfrutar esta delicia con agua y vapor; ¡esto sí que es un desperdicio!, ha
sido un imperdonable error de mi parte, ya no hay nada qué hacer.
Rubicus
Antanae es un comerciante que, al amparo de su Ciudadanía Romana y su dinero,
realiza compras en Asia Menor con frecuencia; adquiere vidrio en todas las
formas imaginables, telas de finísima textura y calidad, especias con sabores
deliciosos y perfumes de aromas exquisitos.
Compra en grandes cantidades, a precios muy regateados y revende en
Italia todo lo que trae. Le sobran
clientes desde Calabria hasta los Pía Montes.
Algunas cosas las vende hasta en cien veces el valor de lo que él ha pagado;
como no lucra con el pueblo, sino con los ricos y poderosos, lo que hace es
legal, pero inmoral, desde mi punto de vista.
Entiendo que el riesgo de traer estas cosas es altísimo, pero tener
ganancias de noventa y nueve partes por una, se me hace exagerado de cualquier
forma; ningún tributo al César tiene esas proporciones. Por ello lo juzgo inmoral.
El
palacio que Rubicus está construyendo, también es desproporcional a Parma; es
de cantera labrada, en el más puro Estilo Corintio que existe. Columnas, capiteles, dinteles, frontones y
ventanas dan muestra de los diseños griegos de su edificación. La medidas exteriores no tienen igual con
ninguna otra construcción en el caserío, ni siquiera la Guarnición Legionaria
es tan grande; creo que este hombre, o está desperdiciando su dinero o él tiene
muy buenas razones (que yo no conozco), para hacerlo; es muy buen comerciante y
no le he visto fallas en eso. Además,
sus inmensos ganados le permiten producir una gran cantidad de quesos, que
vende en todas las comarcas y para el Ejército Imperial. Esto solo se logra con La Pax Romana; no tengo ni la menor duda.
Al
toque de la diana de la segunda vigilia, llegamos a la puerta del palacio del
magnate de Parma; entramos a una pequeña plaza en donde nos recogen los
caballos, acto seguido, dos sirvientes negros tienden un lienzo tejido en
púrpura a nuestros pies, desde el pórtico hasta la entrada principal, sobre el
que debemos caminar para entrar al palacio; allí un ‘palatium praefectus’ (esos hombres que se han empezado a usar mucho
en las grandes casas de los ricos e influyentes para que todo en el ‘domus’ esté en orden), griego
seguramente, nos conduce a un gran salón en el interior de la casa; y ya allí,
un arlequín nos anuncia con gran voz: “En
presencia, ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, Jefe Magnus del Ejército
Imperial Romano!”, ha gritado el hombre, en el mejor Latín que haya oído
yo. Todos los invitados, que yo calculo
deben ser más de cien, se levantan de sus lugares haciendo una valla a nuestro
paso (y aunque hemos llegado puntualmente, el lugar se encuentra repleto); de
inmediato hace su aparición el anfitrión, para recibirme con una ‘inusual’
caravana.
–
¡Tribunus
Legatus Veritelius de Garlla!, repite el hombre, ¡es un inmenso honor y placer tenerle en estas tierras y que visite mi
humilde morada!
–
¡Ave Tiberio
Julio César!, digo
contestando el saludo, y contestan a coro:
–
¡¡Ave César, Ave
Tribunus!!
–
Me place mucho
estar con usted, Rubicus Antanae y con sus invitados; agradezco en nombre del
Emperador sus distinciones. Mi estancia en Parma es solo de paso a Roma, a
donde he de llegar cuanto antes, pues he sido llamado por nuestro queridísimo
Emperador. Sin embargo, atiendo gustoso
su invitación en nombre del César.
Todos
tenemos un amplio diván a la mesa, específico y asignado por el anfitrión en un triclinium,
esta especie de ‘u’ rectangular que han preparado para la cena; a la cabecera
al centro, nos sentaremos Rubicus Antanae y yo; a mi derecha, el Cohors Ladeo;
al centro del ala derecha mi asistente Tadeus y un centurión; y en el ala
izquierda al centro los otros dos centuriones que nos acompañan. Hay tres triclinium más aparte del nuestro, en
donde se reclinan muy cómodamente veinticinco comensales. El convivio inicia
con música muy propio de las celebraciones romanas; en la parte abierta de las
mesas, han colocado un grupo de músicos con toda clase de instrumentos de
aliento, cuerdas y percusiones; sus sonidos son suaves y agradables al oído. En ese mismo instante, aparecen unos
sirvientes portando las viandas que degustaremos; traen grandes platones con
toda clase de carnes, además de legumbres y verduras arregladas y adornadas con
una exquisitez digna de una fiesta imperial, igualmente algunos portan
antorchas que iluminan los platos y su contenido.
Rubicus
sí que ha sabido aprovechar sus viajes y su inmensa fortuna; los sirvientes hacen fila al centro de las
mesas, listos para iniciar a servir a los comensales. Se mueven sincrónicamente
al ritmo de la música, logrando arrancar exclamaciones de admiración de todos
los asistentes. Es todo un espectáculo de luz, sonido, movimientos y aromas.
Todos
cuantos estamos en el lugar, aplaudimos llenos de gusto; ¡Que maravilla es La
Pax Romana! Ciertamente sorprendido,
pues estas demostraciones solo son propias de la Urbe o Pompeii, pero me doy
cuenta que ya también en las Provincias en Italia se empiezan a copiar las
costumbres de la Gran Ciudad y de los Senatoris. Ojalá solo copien lo bueno de estas
costumbres y no las bacchanalis en
que terminan.
–
¿Qué le parece
Tribunus Veritelius?, me pregunta el anfitrión.
–
¡Sensacional!, le contesto; ¡Es usted un mecenas del arte culinarius!
–
Todo sea por su
feliz estancia Tribunus. (Suelta una risa a todo pulmón)
–
Cuénteme,
Rubicus, ¿a dónde ha viajado ahora?
–
Usted no debe
preguntar eso, Tribunus Veritelius, usted lo sabe todo; no hay nada que un
Ciudadano Romano de mediana importancia haga, que se escape de su ‘aliquem
alicuius rei’, esa red de información que tan bien maneja usted al servicio de
nuestro amadísimo Emperador, desde los días de sus campañas en la Germania.
Pero atendiendo su amable cuestionamiento, puedo decirle que he estado en
Palestina; ¡qué lejos está eso de aquí!, y sin embargo, hasta allá llegan
nuestras huestes, nuestra cultura y nuestra influencia. ¡Ave César! Aquello son conatos de sublevación todos los
días, profetas y profecías que
cumplirse, sacrificios de animales al Dios Supremo, fiestas y lutos todas las
semanas; en fin, es algo verdaderamente difícil de entender para un romano
común. No obstante, nuestros hombres
viven gustosamente en las ciudades y ciudadelas que han construido los reyes
locales, desde Herodes el Grande, ya muerto; y ahora con su hijo, Herodes
Antipas. Hay dos de estos lugares
especialmente, en los cuales uno no extraña Roma: Cesarea y Tiberíades, son un
pedazo de Roma allá. ¿Conoce esos lugares Tribunus Veritelius?
–
No, nunca he
estado en ellos; pero como usted mismo dice, ‘aliquem alicuius rei’, he sido
informado suficientemente al respecto. (El estruendo de su risa es casi
insoportable).
–
¿Ha oído de un
tal Iesus Nazarenus? –me pregunta
– Este es el último ‘profeta’ que les ha
‘aparecido’, y el hombre ha armado tal cantidad de manifestaciones portentosas,
que ahora la gente cree lo que él mismo dice: ‘que es El Hijo de Dios’, no dice
de cuál, pero sí de Dios. (Nuevamente el sonido de su risa). Yo
le he visto en Galilea, en donde predica, y realmente he quedado muy bien
impresionado con sus discursos; no me ha tocado ver ninguno de sus ‘milagros’,
así les llaman los judíos, pero Zaqueo, un gran amigo mío, que es jefe de
recaudadores de impuestos para el Imperio en Jericó, me asegura que es
maravilloso, aunque él nunca le ha visto.
(Otra vez la risa en carcajada).
–
Sí, sé algunas
cosas acerca de ese hombre.
–
Le sigue una
gran cantidad de personas, Tribunus Veritelius, algunos son conocidos como
‘Apóstoles’, otros como ‘discípulos’ y los más como simples ‘seguidores’. Además debe ser muy rico, pues aseguran que un
día les dio de comer a todos, unas cinco mil personas, pan y pescado hasta
saciarse. ¡Yo jamás podré hacer eso,
Tribunus! (y
la risa estridente sin faltar). Si alguna vez va para allá, Tribunus,
contáctelo, él estará muy interesado en ‘anunciarle su Evangelio’, así dicen
sus Apóstoles. (Una carcajada más).
–
Creo que va ha
ser difícil que yo le conozca personalmente, Rubicus.
Información, eso
es la base de todo en la vida.
Si uno tiene información del plan de guerra del adversario, y él no, la
victoria está asegurada. Si uno tiene
información del devenir de los acontecimientos sociales, las decisiones de
gobierno son seguras y por lo tanto, el pueblo apoya. Si uno tiene información de los niveles de
producción de otros terratenientes y agricultores, uno sabe qué sembrar, cuánto
vender y cuándo retirar sus productos, asegurando así mejores ingresos. Por eso, en lo dicho: ‘Información, eso es la
base de todo en la vida.’
Y
de acuerdo a esto, Rubicus Antanae, no tiene toda la información que él cree poseer,
pues al día de hoy, él no sabe que Iesus
Nazarenus ha sido crucificado; por eso le digo que yo no le podré conocer
personalmente.
† †
†
Orar
sirve, oremos por nuestros Pueblos.
De
todos ustedes afectísimo en Cristo
Antonio
Garelli
También me puedes seguir en:
De Milagros y
Diosidencias. Solo por el gusto de
proclamar El Evangelio.
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