¡Alabado sea Jesucristo!
Ciudad de
México, Septiembre 8 del 2017.
Veritelius
de Garlla, Apóstol Gentil
EN PLACENTIA RUMBO A PARMA
(en camino hacia Roma)
En
la plaza del caserío, han colocado un cuadrángulo cerrado de mesas unidas entre
sí, en donde pueden sentarse más de doscientas personas; han matado un novillo
joven que aún está al fuego de las brasas y de cada casa con posibilidades de
hacerlo, todos han traído su mejor guiso.
Está señalado uno de los lados del cuadrángulo como la cabecera de las
mesas, separando los lugares para nosotros, que contados son doce; todo el
pueblo está sentado en bancas improvisadas que se distribuyen alrededor de la
gran hilera de las mesas. Justo cuando
arribamos al ‘gran comedor’ que estos hombres han montado al aire libre,
formados en columna de dos en fondo, hacemos todos juntos el saludo militar que
tanto identifica al Ejército Imperial:
–
¡Ave César!, gritamos
nosotros al unísono.
–
¡Ave César!, contestan
todos con un coro fortísimo.
–
¡Ave Tiberius
Imperator Maxîmum! Digo
yo con la voz más fuerte y formal que puedo dar.
–
¡Ave!, gritan todos
ellos.
–
¡Ave Tribunus
Veritelius de Garlla!,
exclaman mis soldados a una voz.
–
¡Ave!, se vuelve a
oír el coro de todo el pueblo.
–
¡Pueblo de
Placentia, estamos muy honrados de estar entre ustedes! Son el reflejo exacto de lo que el Imperio
Romano puede lograr con amigos y vecinos.
Solo con este espontáneo gesto de bienvenida, se han ganado el corazón y
aprecio de mi parte y de estos ciudadanos romanos que me acompañan. ¡Que los
dioses bendigan al pueblo de Placentia!, y concluyo gritando nuevamente: ¡Ave César!
–
¡Ave César!, vuelven a
gritar todos ellos.
De
inmediato dispongo la forma en que nos sentaremos en la mesa: a la cabecera me
acompañarán mi asistente, Tadeus, y el segundo asistente Galo, sentándose junto
al Centurión Melanus, que estará a mi derecha, y del más venerable de los
hombres del pueblo, que sentaremos a mi izquierda; tres legionarios se sentarán
al centro de las mesas a mi derecha; otros tres lo harán de igual forma a mi
izquierda; y los tres restantes se sentarán en las mesas del fondo, frente a
mí. Esa es la forma de distribuir la
tropa en este tipo de eventos; moción de
orden y prevención de defensa, si fuese necesario. Los soldados legionarios saben que nunca
deben estar desarmados; así que tomarán asiento para comer entre la gente, con
sus espadas enfundadas. Tal y como lo
dije, el comportamiento será de fiesta de gala, no de taberna.
Las
viandas son exquisitas en frescura y sabor; el ternero que se está asando en las brasas despide un olor espléndido; hay
una cantidad incontable de estofados que igualmente regalan un aroma que llama
a la delicia. Los hay que contienen pollo, otros cerdo, algunos conejo y hasta
de pescado. Los platos con verduras
frescas y conservadas en aceite o vinagre, están distribuidas por todas las
mesas. Las jarras de vino mosto o bien
añejado, se han servido en abundancia para todos los comensales. Igualmente los quesos y los panes son de una
variedad inigualable. Hay también dulces
de todos tipos: blandos, duros o en tartas deliciosas.
Desde el momento
en que nos sentamos a la mesa, seis hombres y seis mujeres han estados tocando
sus instrumentos musicales: liras, flautas de varios tamaños, y tamborines; sus
ritmos y melodías son realmente agradables. ¡Esta gente es fantástica,
realmente saben disfrutar la vida! ¡Esto es lo que se logra con el trabajo
organizado, de tierras tan maravillosas como las de Transpadana, Æmilia y Pía
Monte! ¡Esto lo ha logrado Roma con su Imperio! ¡Prosperítas, Felicítas!
Estoy
absorto meditando sobre todas estas cosas y de repente, me devuelve a la
realidad el sonido sordo de una gran campana que está instalada justo al centro
interior de las mesas, en donde además hay flores de todos colores, formas y
aromas. Se levanta a mi derecha el
Centurión Melanus y empieza a hablar con toda la propiedad que envidiaría un
tribuno:
–
¡Ave César!, grita con su
estruendosa voz.
–
¡Ave César! , respondemos
todos.
–
¡Ave Tribunus
Legatus Veritelius de Garlla!, grita el Centurión
–
¡Ave Tribunus!, se escucha el
coro de la multitud.
–
Hoy es un día de
gloria para el pueblo de Placentia; nunca en todos los años de historia que
tiene nuestra aldea, habíamos sido visitados por ninguna honorable
personalidad; y llega usted, Tribunus Veritelius, con su magnífico título de
Legatus del Ejército Imperial. ¡Qué gran honor para nosotros!, continúa el
orador. ¡Y llega precisamente la noche
anterior de la celebración del Doscientos Cincuenta Aniversario de la fundación
de Placentia! ¡Marte y los dioses nos han distinguido, sin lugar a dudas! Su
visita ha merecido consumir desde hoy las viandas que habíamos preparado para
la fiesta del pueblo mañana. ¡Gracias Tribunus Legatus Veritelius de Garlla,
gracias por escoger a Placentia como su parada en el camino hacia Roma! Este día siempre será recordado por todos los
placentianii.
Todos
ovacionan con gritos, aplausos y ademanes al Centurión Melanus, al cual, se
aprecia con facilidad, le tienen gran respeto y cariño. Él toma su lugar y yo me levanto del mío.
–
¡Ave César!, impongo mi voz
contra la gritería.
–
¡Ave César!, responden todos
en coro.
–
¡Pueblo de
Placentia!,
les digo; ¡la suerte y la fortuna vienen
para quienes las buscan y se empeñan en obtenerlas! Ustedes han querido
celebrar con esta gran fiesta el Duecenteni Cincuentenario de su Pueblo, lo que
les honra a todos como comunidad; y por casualidad, nosotros hemos llegado a
él. Eso es buena fortuna para todos, porque todos la hemos querido tener.
En
ese momento paso al centro del cuadrángulo donde están la campana y las flores
de adorno y llamo conmigo al Centurión, quien me acompaña de inmediato. Toda la gente se ha puesto de pie, atentos a
lo que vaya a suceder. El silencio es
completo; pongo al Centurión delante de mí y hago una señal de encuadre de mis
hombres, quienes me flanquean a derecha e izquierda.
–
¡Ave César!, inicio mi
intervención.
–
¡Ave César!, contestan
todos.
–
¡Pueblo de
Placentia! ¡Roma nunca olvida a sus hijos!, y hoy habrá constancia de ello en
este magnífico lugar. Desenfundo mi
espada, la tomo firmemente con el brazo derecho extendido hacia abajo y mando:
–
Centurio del
Ejército Imperial Romano, al servicio y vida de Tiberio Julio César, Melanus Pamos, ¡preséntese!
–
¡Presente!, asienta el
hombre, al momento en que hinca su rodilla derecha en la tierra. Pongo mi espada sobre su cabeza y digo:
–
En nombre del
Emperador Tiberio Julio César, Supremus Dux del Ejército Imperial Romano, con
el poder que él mismo me ha conferido y en razón de la loable labor comunitaria
que usted ha desarrollado en Placentia, estación de nuestra amada milicia; el
día de hoy, XIV del mes de Iunius del XX año del Reinado de Tiberio Julio
César, yo, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, le otorgo el ascenso al grado
de Jefe de Cohorte del Ejército Romano Imperial, en reconocimiento a sus
méritos propios como insigne Militar y Ciudadano de Roma. ¡Ave César!, concluyo.
–
¡¡Ave César!!, responden
todos con un grito descomunal.
–
¡Óiganme,
todos! En agradecimiento a esta
inolvidable ocasión, lo digo hoy y en breve lo cumpliré: Placentia albergará
una guarnición de seiscientos hombres, para que sea la guardiana de este paso
del Padus; aquí se construirán los albergues para una Cohorte de Legión Romana.
¡He dicho; y así se hará! ¡Ave César!, concluyo mi intervención.
–
¡Ave César!, gritan
todos; ¡Ave Tribunus Veritelius!, agregan algunos;
–
¡Ave!, ¡Ave!,
¡Ave!,
cierran todos en ensordecedor coro.
El
Centurión Melanus sigue aún hincado, invadido por la emoción; lo levanto con
firmeza y me percato que el hombre ha llegado hasta las lágrimas. Entonces,
para cortar el momento, le ordeno:
–
Repórtese a mi
cabaña de inmediato y que sus hombres hagan formación en la arena de la
caballeriza; haga sonar la trompeta de mando.
–
¡Al acto,
Tribunus Veritelius!,
contesta el fiel soldado.
Esta
es la enésima vez que asciendo a un militar romano, pero es la primera ocasión
que otorgo tal reconocimiento por labores civiles de la milicia. Yo recuerdo vívidamente todos mis ascensos y
condecoraciones; todos ganados en el campo de batalla, en plena campaña del
Ejército Imperial. Cuando uno nace para
estos menesteres, sabe bien el esfuerzo que los subalternos realizan y por
ello, los que podemos, hemos de reconocer el trabajo de nuestros soldados;
finalmente ‘Roma son sus hombres, no sus
armas’.
Hemos
disfrutado tanto con todos, que el tiempo se ha ido sin sentirlo; comimos como
reyes y bebimos como príncipes, lo que significa que todos estamos
sobrios. La diana del cambio de guardia
de la tercera vigilia nos indica que debemos retirarnos a descansar. Nos dirigimos todos juntos hacia nuestras
habitaciones, teniendo que pasar por donde la Centuria completa nos
espera.
Formamos
fila delante de ellos; y mi asistente ordena la presentación de armas, la cual
ejecutan a la perfección. Ahora me
dirijo a ellos en el saludo militar final:
–
¡Centuria del
Ejército Imperial Romano!, sepan todos ustedes que Roma les quiere como a hijos
propios; hoy que ha sido ascendido su Centurión a Jefe de Cohorte, saben que
mejores tiempos están por venir para todos; manténganse fieles al Emperador y a
sus juramentos y velen por la Pax Romana en estas tierras Etrusco-Æmilias que
tantas vidas ha costado. Nada sé del
pasado de cada uno de ustedes, y en este momento no me importa; hoy solo debe
preocuparnos a todos el futuro como tropa del Ejército Imperial Romano. ¡Jefe
de Cohorte Melanus, preséntese!
–
¡Presente
Melanus, Tribunus Veritelius!
–
Entrego a usted
en presencia de la tropa a su cargo, y de mis acompañantes, la cantidad de mil
aureus en monedas de oro de Tiberio Julio César, Emperador Romano, a fin de que
pague cuanto se haya consumido en la celebración del Doscientos Cincuenta
Aniversario de la Estación de Placentia; así mismo, adquiera lo necesario para
iniciar la construcción de una Guarnición que dé cabida a la Cohorte de
Legionarios Romanos que usted comandará; y lleve debida cuenta del registro
diario de sus acciones en el fiel cumplimiento de lo que ahora le ordeno. A mi regreso a estas tierras, pasaré por este
mismo lugar, si los dioses y el Emperador lo permiten, y sin aviso previo
pediré de usted y de todos los hombres a su cargo, el debido rendimiento de
cuentas de tal comisión. ¡Ave César!, concluyo sin
esperar respuesta.
–
¡Ave César! ¡Ave
Tribunus Veritelius!,
entonan todos a una voz.
–
¡Cohorte Romano
Melanus! ¡Continúe con su celebración! Nosotros partiremos mañana al alba.
–
¡Que Marte le
acompañe y bendiga, Tribunus Veritelius!, me responde.
Doscientos
cincuenta años tiene esta aldea y está olvidada del progreso de Roma y del
Imperio, yo voy a hacer que este caserío crezca y se desarrolle; pediré
recursos del Senado (de los que muchos me deben) para construir, con cantera
amarilla de Etruria, los edificios públicos de una guarnición Romana digna del
Imperio. Estos etrusco aemilianos,
realmente desean ser tomados en cuenta y yo, el Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, lo hará. ¡He dicho y así
será!
El
alba nos llega y con ella la partida hacia nuestro próximo destino: Parma, a
una jornada ecuestre de camino, cuando mi asistente y yo salimos de la
habitación, todo está listo para la partida; en este tiempo del año, los días
se empiezan a hacer más largos y las noches más cortas. Montamos los corceles y salimos de la
caballeriza en columna de dos en fondo; justamente al salir, me percato que
todo el pueblo de Placentia ha formado dos vallas para despedirnos; o bien no
han dormido durante toda la noche (algo muy posible), o realmente esta gente es
muy agradecida (lo que también es cierto).
¡¡Ave Tribunus Veritelius!!,
gritan todos a nuestro paso; les saludo con la mano extendida, sin desmontar,
para proseguir nuestro camino.
La
valla se alarga casi una milla, lo que quiere decir que estaban todos, hombres,
mujeres e infantes a despedirnos, realmente todos los habitantes del pueblo.
El paisaje del
camino a Parma es muy parecido al que hemos recorrido en nuestra primera
jornada: es una llanura de tierra firme, con lomas levemente onduladas de un
sinfín de verdes; condiciones ideales para galopar con corceles frescos, como
es nuestro caso. Durante la mañana
traeremos el Sol siempre a nuestro costado izquierdo, pero el ambiente es
húmedo, por lo que no molestará. Parma
es un caserío muy similar a Placentia,
pero aquí viven ricos hacendados que al igual que yo (pero sin ser militares),
suministran alimentos al Ejército Imperial; algunos de ellos no son gente de
fiar, pero si saben de nuestra llegada (como seguramente sucederá), habrá que
visitarlos para el saludo, al menos.
Ahora vamos a
poder avanzar mucho más que de Mediolanum
a Placentia, por esta magnífica Vía Æmilia, que construyó hace
doscientos años el insigne Cónsul de la República Marco Aemilio Lépido, desde su natal Ariminum hasta esta estación de Placentia. El empedrado con losas cuadradas y juntado de
tierra cementante, hace de esta calzada un espacio para galopar con seguridad.
El
sol está en el punto más alto del cielo, justo sobre nuestras cabezas; de vez
en cuando lo tapan unas nubes cumulus
movidas por el aire que, cuando encuentren temperatura suficiente, caerán sobre
nosotros en fuerte lluvia. Previendo que
esto suceda, nos detenemos bajo un viejo e inmenso roble que extiende sus ramas
cual techo acogedor, para comer las viandas preparadas en Placentia para el camino: pan, queso, fruta y vino; esta será
nuestra única comida del día, pues a Parma llegaremos entrada la noche, al
final de la segunda vigilia. Será, pues,
este momento, un buen descanso para hombres y caballos. Nos sentamos en círculo de campaña alrededor
de una ‘mesa’ que los soldados han hecho con sus escudos; a mí me han preparado
además una especie de banca para sentarme, lo cual agradezco al verla. Todos están callados, o hablan en susurros,
pero se les ve en la actitud y sus miradas, que quieren comentar algo de lo
sucedido la noche anterior; así que
empiezo preguntando:
–
Quisiera oír sus
comentarios acerca de los acontecimientos de la noche anterior; ciertamente ha
sido una ocasión especial y todos tendrán algo que decir al respecto, les digo. Todos voltean a verse como queriendo iniciar
la conversación, pero permitiendo que sea otro el primero.
–
Tribunus
Veritelius, si me permite, -dice Tremus, el de más edad de todos, sin embargo
de apenas cuarenta años- Yo he vivido a
su lado los últimos veinte años de mi vida y no recuerdo una ocasión similar.
He quedado emocionado hasta el llanto cuando Usted, tan espontáneamente, ha
otorgado el ascenso a Jefe de Cohorte al Centurio Melanus. Siempre creí en su
alto grado de justicia, que para mí es su don principal, pero nunca le había
visto aplicarla fuera de la milicia; quiero decir, por algo que no fueran
méritos en guerra. Ahora me doy cuenta
que también entre los ‘civilis’ puede cualquiera como soldado, hacer cosas que
merezcan ese reconocimiento. Estoy
agradecido a los dioses y a Usted, de haber vivido ese momento.
–
¿De dónde eres,
Tremus?,
le pregunto.
–
Nací en Cartago,
Tribunus Veritelius; pero Usted me concedió el favor de ser Ciudadano Romano en
las campañas de Germania, hace diez años, cuando Usted era General Legionario;
algo que agradezco desde entonces y hasta que muera.
–
Bien, Tremus,
ayer has tenido un buen día en tu vida; nunca lo olvidarás. En efecto, también entre los ‘civilis’ la
milicia es útil; Melanus no hace la guerra en Placentia, hace la Pax Romana,
tonto o más difícil de llevar al cabo que una campaña contra germánicos. Un día que nunca olvidarás.
–
No Tribunus,
nunca; como el día que Usted me hizo Legionario.
–
Tribunus
Veritelius, si me permite, -habla Marcus, un joven Legionario de
Calabria, en la parte Meridional de Italia, hijo de griegos- mis padres decían que los dioses atienden nuestras vidas. Yo creo que la de Usted más. Ha sido una casualidad muy grande, para que
sea suerte, que hayamos llegado precisamente ayer a Placentia, cuando tenían
todo preparado para la fiesta de aniversario de la fundación del pueblo. Creo que todo esto ha sido preparado por los
dioses, Tribunus Veritelius.
–
Dices bien
Marcus, la suerte no existe; y las casualidades son encuentros momentáneos o
permanentes, de voluntades dirigidas hacia un mismo punto por los hombres y los
dioses. Ayer de eso hemos sido testigos,
de hechos fortuitus, casualis.
Recuérdalo siempre.
Y
lo que temíamos, ha llegado, solo avisando con un gran trueno, la lluvia
empieza a caer a cántaros; el gran roble nos protege a todos, también los doce
caballos están a cubierto en las ramas.
El momento ha sido único; a estos hombres les fascina hablar con sus
superiores, y cuando éste es de mucho más rango que sus jefes inmediatos, les
gusta todavía más. Tenemos que continuar
nuestro viaje. Apenas una hora hemos empleado en esta parada; yo estoy
realmente feliz, y mis hombres también lo están. Cierto, son nuestras invocaciones personales
a los dioses. En cuanto el aguacero
mengua un poco, montamos nuestros corceles e iniciamos a galope tendido nuestro
camino nuevamente; esperemos que la siguiente parada sea Parma, por más noche
que sea cuando lleguemos.
Las
nubes se juntan mucho más en las laderas que llevamos a la diestra, que sobre
la llanura que se extiende a nuestra siniestra; el agua baja en cantidades
importantes por donde la dejan pasar tierra, rocas y plantas; todavía no es
mucha y podemos galopar, pero si estas lluvias continúan, el camino se puede
hacer pesado. La bendita agua caída del
cielo ha cesado; ahora es la que corre por el camino la que tenemos que
sortear. Es impresionante cómo el humus de la montaña se asienta
suavemente en la llanura, solo llevado por el caudal generado por la
lluvia.
El
último rayo de sol aparece entre las nubes y las montañas del Poniente; la luz
es límpida, clara, y brilla como olivo nuevo sobre todo lo verde que toca, esta
es nuestra gran oportunidad para adelantar camino antes de que la obscuridad
caiga sobre nosotros.
Por
fortuna, muy a lo lejos se ve el destello pequeñísimo de algunas luces de
antorcha; seguramente son las aldeas cercanas a Parma, sino es que solo
ilusiones que me hago, para lograr el arribo.
En una hora o dos estaremos allá.
La jornada ha sido larga, pero muy productiva, en muchos sentidos:
avanzamos hacia Roma, que es nuestro objetivo; convivimos un poco entre todos
cuando comimos; nos hemos identificado muy bien como grupo.
† †
†
Orar
sirve, oremos por nuestros Pueblos.
De
todos ustedes afectísimo en Cristo
Antonio
Garelli
También me puedes seguir en:
De Milagros y
Diosidencias. Solo por el gusto de
proclamar El Evangelio.
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