“… Señor, quédate con nosotros...”
San Cleofás en Emaús
Riviera Maya, México; Agosto 30 del 2025.
LAS PÁGINAS QUE SE LEEN
ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(Antonio Garelli – El Arca
Editores – 2004)
LOS PARIENTES DE JESÚS
Los parientes de Jesús, todos ellos hijos de familiares de María, eran un caso especial entre ‘los galileos’. Tanto Santiago ‘el menor’ como Judas Tadeo eran primos del Señor. Desde niños su apego había sido profundo y auténtico, como ‘entre hermanos’; los dos eran menores en edad que Jesús por lo que siempre lo vieron como “el hermano mayor”. Su madre era María, la esposa de Cleofás y prima de María la Madre de Jesús. Solo estos dos llegaron a ser Apóstoles; no obstante, dentro del grupo de los discípulos que seguían a Jesús, se encontraban otros que terminaron por no seguirlo y dedicarse a cosas más terrenales.
Para Pedro, Juan y Leví, siempre fueron un asunto difícil de manejar, pues éstos daban por hecho que, al ser todos ellos más cercanos al Maestro en función de su parentesco, entenderían o aprovecharían mejor esa situación ventajosa, para ser ejemplo de entrega como Apóstoles y fieles discípulos del Señor. No fue así. Solo Santiago y Judas lo lograron.
Las otras primas de María: Rebeca, Laila y Noemí, nunca se interesaron (y hasta creo que nunca entendieron) suficientemente bien acerca del Gran Personaje que tenían en su familia. Sus Hijos fueron de aquellos que trataban de disuadir al Señor de “sus locuras o delirios de grandeza” que como Hijo de Dios proclamaba. Para Mateo esta gente era indigna de haber nacido, ya que, siendo sus familiares, debía existir una entrega total a la obra del Mesías.
Santiago siempre fue un hombre mesurado, sincero en su hablar y en su actuar, jamás tomó ventaja de su posición como pariente de Jesús y en cambio, siempre fue reconocido por todos los discípulos y Apóstoles como una pieza fundamental en la predicación del Evangelio.
“El Menor”, como lo llamaban para distinguirlo del otro Santiago, el hijo de Zebedeo, que era mayor en edad que él, fue el primo preferido de juegos en la infancia para Jesús de Nazaret. Convivieron en muchísimas ocasiones toda clase de aventuras como niños, adolescentes y jóvenes. Todas las correrías de Jesús por el campo cercano a Nazaret las realizó junto con Santiago y Judas, sus queridos primos maternos.
Cleofás era un hombre dedicado al comercio de animales vivos, los cuales compraba y vendía en los mercados de toda Galilea; en ocasiones llegaba a adquirir ganados en cantidad importante y por la temporada de frío tenía que retenerlos por algún tiempo. Todas las crías que nacían durante ese lapso eran responsabilidad de sus hijos pequeños, quienes junto con Jesús disfrutaban enormemente del trabajo asignado.
Ovejas, cabritos y terneros eran parte integrante de los juegos de los primos más cercanos de Jesús de Nazaret, tan amados por el Señor, que incluso había gente que pensaba que todos eran hermanos. Las Primas Marías, sus madres, igualmente eran tan afines que hubo quien dijo que ambas eran hijas de Ana y de Joaquín.
Cuando viajaban en familias a Cafarnaúm para atender los negocios de Cleofás y de José, los trayectos eran inolvidables, ya que siempre “llegaba a suceder algo sobrenatural” que los maravillaba a todos; el único que reía a voz en cuello era el Pequeño Jesús, quien provocaba esos acontecimientos aún sin querer asustarlos a ellos. El evento sería guardado en secreto entre los familiares, como algo que “…El Dios de nuestros padres nos quiso enseñar para manifestarnos su amor y su predilección”, eran las palabras de ‘justificación’ de José ante tales sucesos. Sin embargo, Cleofás sí continuaba con las preguntas para explicarles tales ‘hechos poco comunes’ que el hijo de José y María podía realizar.
Quizá el evento más extraordinario de éstos fue el que les sucedió con una caravana que se les unió en un viaje de Nazaret a Gadara en la zona de la Decápolis, al sur del Monte Tabor. En Gadara se realizaba cada año un gran bazar de animales vivos al que concurrían compradores y vendedores no tan solo de Palestina, sino de muchos lugares de los países vecinos. Era una gran oportunidad para rehacer ganados ya fuera comprando, vendiendo o cambiando los mejores ejemplares que uno tenía o que otros poseyeran.
En el viaje Cleofás llevaba más de mil animales entre ovejas, cabras y reses para trueque o venta. Él no compraría ni un solo animal y su intención era regresar con toda su mercancía vendida y algunos muy buenos ejemplares con los que iniciaría otros rebaños. A las faldas del lado Sur del Tabor, se les unieron unos idumeos que llevaban ya cinco días de camino con una manada de camellos y dromedarios que venderían igualmente en Gadara. Los jefes de ambas caravanas acordaron seguir juntos, ya que la zona que estaban por atravesar hasta el Río Jordán, estaba totalmente despoblada de personas y vivían allí animales salvajes como lobos y leones. Cuando se encontraron era apenas pasado el medio día y las condiciones del camino se veían buena; así que no pararon para hacer campamento.
De repente, se inició una gran tormenta de arena venida de las llanuras de Escitópolis que los sorprendió a todos.
Los
gritos para ordenar tanto a la gente como a los animales se desataron
inmediatamente; cada quien corrió al mejor lugar posible para resguardarse de
la tormenta. Con gran dificultad pudieron observar un gran peñasco que les
podría servir de resguardo momentáneo contra el fuerte viento cargado de arena.
Cuando María y José corrieron para salvaguardar a Jesús, este dijo:
“Vayan ustedes; yo me quedaré aquí para contener esta ráfaga que nos ha sorprendido. Voy a pedirle a mi Padre su ayuda y su protección para que no muramos.”
Jesús
debió haber tenido 15 años y estaba perfectamente consciente de sus actos.
Todos se fueron, excepto José, Cleofás y Santiago, que le insistieron en
quedarse con él. Aquella tempestad de tierra y arena incrementaba su fuerza y
todos estaban en peligro de perecer. En
ese momento, el Joven Jesús levantó los brazos y gritó con gran fuerza:
¡Adonai
Abbá!, ¡Adonai Abbá! ¡¡Menaj eis Elohim!! (¡Yahvé, mi Dios y Padre!
¡¡Consuélanos Señor!!)
¡¡Ten piedad de tus siervos Señor y que podamos traspasar esta tempestad con vida; para seguir alabando Tu Santo Nombre!!
Casi
nada podía oírse, sino el silbar del poderoso viento que todo arrebataba de su
sitio. José estaba totalmente tendido en la tierra con los brazos abiertos;
atrás de él, hincados, se abrazaban fuertemente Cleofás y Santiago, tratando de
hacer fuerza para no ser arrastrados por el impetuoso aire. Jesús sin embargo,
no hacía ningún esfuerzo para permanecer parado con los brazos extendidos
dirigidos al cielo. Y entonces sucedió lo extraordinario; el Joven Dios emitió
un grito tan potente como los truenos que provocaban la turbulencia y dijo.
¡¡¡Cálmate, Yo te lo mando!!! Que quede quieto todo lo que se mueve!!! Así lo quiere el Señor de la Creación, mi Padre!!!
Al instante, cesó la tormenta. Todo lo que volaba por los aires, cayó a tierra inmediatamente. Jesús aún mantenía sus brazos levantados y se veía sudoroso y fatigado.
De inmediato, el primero que se levantó fue José, que hincado y con los brazos al cielo solo gritaba ¡Aleluya! ¡Aleluya! Dios nos protege! Las dos Marías, los hijos e hijas que estaban con ellas y todos los demás de la caravana, se empezaron a acercar al lugar en donde estaba Jesús, Santiago, José y Cleofás. En ese instante María empezó a cantar el Salmo de la Salvación que cantaron los Israelitas cuando fueron salvados en el Mar Rojo.
Todos estaban atónitos con lo ocurrido; solo tres se dieron cuenta del hecho mismo: María y José abrazaban con gran fuerza a Jesús, mientras Santiago permanecía con sus ojos tan abiertos, como si se fueran a salir de sus cuencas, mirando fijamente a su amadísimo primo. Ese mismo día constató lo sobrenatural del Hijo de María y José, ese mismo día vio la divinidad que poseía Jesús de Nazaret. Nunca lo olvidaría, siempre estaría presente entre los dos.
Reordenar
la caravana les llevó muchas horas de constante trabajo en el arreo de los
animales. Finalmente, ya entrada la noche pudieron terminar el cerco del ganado
para protegerlo de las fieras. En ese instante se oyeron los rugidos y aullidos
de leones y lobos; se acercaban en grupos de ataque dispuestos a una gran
matanza de cuanto pudieran alcanzar. Todos se aterrorizaron al saber lo que les
esperaba. Jesús se separó del grupo y le dijo a su Madre:
Que preparen los alimentos; debemos hacer una gran fiesta en el nombre de Yahvé, ya que hoy nos ha salvado. Yo iré a apacentar a los animales que nos acechan.
De inmediato Santiago y Judas se unieron a Jesús, quien, junto con Cleofás y José, se encaminó hacia fuera del improvisado campamento. En efecto, varias jaurías de lobos se agazapaban cerca del lugar en el que se encontraban los rebaños de cabras y ovejas que llevaban. El Joven Dios extendió sus manos al frente con las palmas hacia arriba y empezó a caminar hacia los animales que, ya para entonces, mostraban una gran fiereza.
Cuando el lobo jefe del grupo lo miró, de inmediato agachó la cabeza, bajó las orejas, metió su larga cola entre las patas traseras y esperó a que el Divino Señor se acercara. Todos los demás animales que integraban el grupo hicieron lo mismo. Jesús les hablaba de una forma que ni Santiago ni Judas (quienes seguían junto a Él), podían comprender; más atrás se encontraban José y Cleofás que, atónitos, no daban crédito a lo que estaba sucediendo. Los animales emprendieron la retirada tan sumisamente como un perro de casa o de compañía ante la presencia de su amo. De la misma forma hizo con la manada de leones; todos se retiraron tranquilamente dejando el lugar del campamento en plena paz.
Volvieron todos juntos a donde estaban los demás y realizaron una fiesta de alabanza a Dios, sacrificando un cabrito de seis meses en un improvisado altar levantado para el momento. Los primos de Jesús no olvidarían jamás esta experiencia, igualmente Cleofás y José.
Muchas manifestaciones portentosas y sobrenaturales hizo Jesús de Nazaret delante de sus familiares, no en balde muchos dejarían todo para seguirle como discípulos en la predicación de su Evangelio.
Ni María ni José, ni nadie que acompañara al Hijo de Dios padecía jamás un deterioro en su salud; andar con Jesús era siempre sinónimo de estar a salvo, de todo cuanto pudiera presentarse.
Ʊ + Ω
La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.
Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente
también.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.
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