“… Señor, quédate con nosotros...”
San Cleofás en Emaús
Riviera
Maya, México; Mayo 17 del 2025.
LAS PÁGINAS QUE SE LEEN ENSEGUIDA, SON PARTE DE MI LIBRO
“El Evangelio Según Zaqueo”
(Antonio Garelli – El Arca
Editores – 2004)
JOSÉ DE NAZARET
Cierto es, Jesús fue hijo de José, el carpintero de Nazaret; pero una cosa sí les puedo asegurar, nunca en su vida hizo una silla, una mesa o una banca. Este hombre no era para esas cosas, este era un verdadero conocedor y “disfrutador” de cuanto Dios hizo para los hombres. Jesús amaba caminar por el campo; platicar con las aves, admirar las flores, las plantas y los árboles; deleitarse con el trabajo de sembradores, cosechadores y jornaleros. A Jesús le encantaba recorrer el camino entre Nazaret y el Lago de Genesaret. Lo hacía muy a menudo, salía temprano en la madrugada y llegaba al lago justo al momento en que el sol subía por las montañas de la ribera oriental, bañando con su luz de vida todo cuanto allí habitaba.
Jesús no fue ni niño, ni joven, ni hombre de taller. Jesús fue Toro con alas (Lucas); fue León alado (Marcos); fue Águila (Juan); fue Ángel (Mateo). Ni se lo imaginen metido en su casa o en el taller de José. Él no era de ese estilo. Por supuesto que ayudaba; siempre estuvo sujeto y obediente a cuanto se le asignara o se le pidiera hacer. Pero él tenía su propio estilo, su forma única de ser; su manera de vivir con toda intensidad la vida como hombre.
A Jesús le encantaba caminar entre los campos repletos de trigo por ser cosechado; amaba observar a las aves en una higuera o en un cedro; gozaba ver corretear por el desierto empedrado de su pueblo a las zorras; le deleitaban las parvadas revoloteando en el atardecer del campo. Jesús esperaba al lucero de la mañana para platicar con él; y al sirio de la tarde para despedir su día. Era capaz de tener admiración inclusive por las piedras, grandes o pequeñas, próximas o lejanas.
Se llenaba al hablar con la gente. Con todos por igual; ya sea que se tratara de niños, jóvenes, hombres, doctores o ancianos. Se sentía muy realizado cuando alguien le buscaba para platicar con él, para consultarlo o simplemente para hacerlo hablar. Fue de esos diálogos constantes con todo tipo de personas que llegó a conocer tan profundamente la condición humana; fue de ahí de donde palpó el sentido de pecado en e hombre; fue con eso con lo que preparó el camino de su ministerio.
Pero ante todo Jesús, el Hijo de Dios, Dios Él mismo; amaba hablar con su Padre. Amaba orar durante largas horas en la soledad de la noche, en el silencio de monte en lo apartado del mundo.
Cuántas y cuántas veces subió e Monte Tabor, que era su preferido, para renovar su contacto con Dios, con el Padre, consigo mismo. En estas constantes “escapadas” hacia los lugares solitarios y apartados vivió en carne propia las experiencias con la naturaleza que, unos años más tarde, dejaría en sus sapientísimas “parábolas”.
Los Galileos y Jesús se conocieron desde siempre. Muchas veces se vieron en esas excursiones que Él realizaba hacia el lago. Allí vio por primera vez a Simón, a Andrés, a Juan y a Santiago. Los trató en su vida diaria y en sus rutinas; los vio crecer, los vio afanarse, hasta los animó en su trabajo.
Pero lo más importante es que ellos también lo vieron, también lo conocieron y se dieron cuenta de cómo se fue transformando de un simple niño, muchacho y hombre, al Rabboni que sería después. En ese trato se ganó su respeto, su admiración y su amor. No fue casual que cuando él los llamara, “...al instante dejaron todo y le siguieron...” Simplemente estaban reaccionando a algo que ya ‘se veía venir’, que tenían previsto, que era evidente que pudiese suceder. Todos esos viajes desde Nazaret hasta Betsaida, pasando por Tiberíades, Magadán, Genesaret y Cafarnaúm le dieron a Jesús la oportunidad de tratar a muchísima gente, y lo mejor aún, toda diferente en sus costumbres, en sus formas de pensar, en sus anhelos, en su realidad.
Para cuando Jesús tenía 10 años, la Provincia Romana de Palestina que formaban Judea, Galilea, Perea, Samaria e Idumea, era un paso de comercio muy activo entre Siria al Norte y Egipto al Sur. Igualmente, las rutas que venían de Oriente hasta el Mar Grande (El Mediterráneo o Mare Nostrum Romano), traían una gran cantidad de personas, costumbres y cosas. Si bien Nazaret era un pueblucho perdido en el centro de las montañas de Galilea, la siempre cosmopolita Jerusalén, la refinada Cafarnaúm y la exclusiva Tiberíades, le daban a Jesús la oportunidad de experimentar con gente muy diversa.
Igual nos sucedía en Jericó, siempre teníamos noticias frescas del acontecer del Imperio en ese vasto mundo del cual podríamos decir que “éramos el centro” de su devenir. Lo que fuera a parar a Jerusalén, primero pasaba por Jericó. Lo que finalmente llegaba del Oriente para el Lago de los Poderosos (Tiberíades), primero lo palpábamos en Jericó. Yo por ello no me movía de esta importantísima ‘ciudad de las murallas’ cuanto más pasaba, más había que recaudar. Más y mejores negocios que hacerse; y claro, más dinero y más poder.
José el carpintero murió entrado en años; Jesús recientemente había iniciado su Ministerio. José tendría como 60 años, María menos de 45. Todos en Nazaret le recordaban con gran aprecio y admiración; hombre de refinadas costumbres y ferviente seguidor de los Sagrados Preceptos de Moisés y los Profetas, vivió junto con su familia una vida de profunda religiosidad y apego a las costumbres más antiguas de los judíos.
Sabía su genealogía desde el Rey David hasta su padre Elí, y, sin embargo, jamás presumió sus orígenes y menos aún su importante misión en la vida; ser el padre adoptivo de Jesús. Un hombre de gran sencillez, de pulcrísimo comportamiento y de una humildad que empujaba a hacer el bien. Por su devoción como judío, no dejaba pasar la celebración de todas las Fiestas que marcaba la Ley. Cada año realizaban su viaje al Templo de Jerusalén para la presentación de sus ofrendas y la Celebración de la Pascua.
Precisamente en uno de esos viajes, es cuando Jesús Niño motivado por la profunda tradición de sus padres José y María, se queda platicando en el Templo de Jerusalén con los doctores de la Ley. Siempre he pensado que el momento más angustioso de la vida de ambos, fue precisamente éste. Cuenta Lucano a detalle lo que había acontecido; cómo hasta pasado el primer día María finalmente se preocupa de dónde podrá estar el Niño y qué habrá podido estar haciendo. A mí no me cabe ni la menor duda de que este evento debió habérselo contado a Lucano la mismísima María. Está tan exquisitamente tratado, que sólo pudo haber sido como lo he dicho; María se lo contó, apoyada por el Ángel Gabriel, su siempre protector.
Vaya, perderse en una caravana no era difícil, pero no haberse dado cuenta que el Niño, y precisamente ‘Este Niño’ durante ¡TRES DÍAS NO HA SIDO VISTO! esto sí que debió haber sido traumatizante para ambos, María y José, tanto así, que después de ello nunca más volvería a suceder algo siquiera parecido. ¡Y luego la respuesta del chamaco! José ha de haberse postrado en tierra delante de Él. “... No saben que tengo que ocuparme de las ‘cosas de mi Padre’...” El pequeño que creé que su hora ha llegado... y tiene que empezar a trabajar. Así era: ocurrente, inquieto, vivaracho, consciente, responsable; todo un Niño ‘venido de Cielo’ para alegrarle la vida a unos papás primerizos e inexpertos y tan humanos como los tuyos o los míos. Así vivió Jesús sus primeros años como hombre, con anécdotas qué contar; con experiencias que repetir y que evitar; con ocurrencias fuera de lugar, propias de cualquier infante.
Esto le ocurrió a José como a los cuarenta años de edad, y ya me supongo que ¡no debió habérselo contado él a nadie! ¡Solo imagínense que le hubiera pasado algo al Niño! ¡Que la Divina Providencia no hubiese estado alerta durante toda la Humana Vida de Jesús! Ahora que lo pienso solo puedo decir: “Pobre José, ¡qué susto se llevó! Yo solo con eso me muero”.
José era un gran conocedor de la Ley y los Profetas, en su familia se hablaba siempre de las Tradiciones y Mandamientos de la Ley. Él no desconocía del todo su papel como ‘padre adoptivo de Jesús’, además de aquella ocasión en que (recién concebido el Niño), el Ángel del Señor se le apareció en sueños, hubo muchos otros momentos como esos durante toda su vida. Constantemente era instruido por el Espíritu de Dios para guiar correctamente a Jesús Niño. José realmente fue un buen tutor para Él, que lo procuró, que lo educó y que lo amó como si hubiese sido su ‘propio hijo’. Él sabía cuáles eran sus ‘obligaciones’, qué hacer y qué no hacer. No pudo haber sido de otra forma: para ese Gran Hijo, para esa Gran Mujer y Madre, sólo se podría ser un Gran Hombre, Esposo y Padre.
¡Vaya que sí sufrió su ‘papel’ José en esta Sagrada Familia! Primero tuvo que entender, aceptar y ejecutar el momento de la Anunciación a María por el Ángel del Señor. Luego padecer todas las vicisitudes del nacimiento de Jesús Niño, con todos los eventos ya señalados por los Cuatro Evangelistas. Solo imagínense eso; todo lo que trabajó en su casa de Nazaret haciendo la cuna, para que finalmente la tuvieran que dejar allá mismo por el obligado viaje a Belén para el censo. Y luego de allí a Jerusalén, para la presentación en el templo del Niño; y finalmente el viaje a Egipto para librarse de Herodes.
¡Nada más quiero que conjuguen todo este hacer en lo personal, en la propia vida de cada uno! Reseñarlo es muy fácil, haberlo vivido es otra cosa totalmente diferente; más aún si consideramos las precarias condiciones económicas en las que siempre se vio José durante toda su vida.
Pero así tenía que ser. No me puedo imaginar a Jesús de Nazaret naciendo en una pudiente familia de Galilea o de Judea. Ya fuera que se tratara de una de la ‘clase religiosa dominante’ o en alguna de las nuestras, de los ‘despreciables publicanos’, tan ricos, tan influyentes y tan poderosos en tiempo del Imperio.
Por supuesto que José ‘jugó’ un papel importantísimo en la vida de Jesús de Nazaret. Fue la imagen perfecta para que el Niño valorara un padre en la Tierra, contra Su Padre en el Cielo. Y no digo que pudiese haber comparación, no. Lo que digo es que José fue un muy digno representante de todos los hombres como padres, en este ruin y malvado mundo que hemos hecho, en el cual tuvo que nacer, desde su Divina presencia, el Hijo de Dios.
Cierto es que José no le enseñó a leer a Jesús; pero sí lo instruyó en todas las costumbres que como judío debería saber. También es cierto que Jesús no aprendió de José toda la Ley y los Profetas al detalle que Él llegó a dominarlos; pero sí aprendió de él a amar su significado, a cumplirla y a transmitirla. José, con su magnífico apego a toda La Escritura, enseñó con el ejemplo, con la vivencia y con el testimonio, la mejor forma humana de obediencia a Dios. Le mostró a Jesús en su persona y con su propia vida, que sí había hombres que merecían la salvación; que no todo estaba absolutamente perdido; que sí iban a merecer la pena sus sufrimientos como hombre, su muerte como Cordero de Dios y su resurrección como El Salvador.
Para mí, un simple mortal
que solo sirvió como un brevísimo ejemplo de arrepentimiento en la Predicación
del Señor, José tiene una muy grande valía.
José vale en la dimensión de hombre, de educador, de ejemplo, en una
palabra, de padre terrenal. Valioso en
su aprobación como tutor del Niño Dios; en su accionar como esposo de María, la
Madre de Dios; en su merecimiento por haber cumplido cabalmente cuanto le fue
encargado desde el Cielo como esposo, como hombre y como padre adoptivo de Hijo
de Dios. ¡Bendito sea José!
Ʊ
+ Ω
La próxima entrega será el sábado de la siguiente semana.
Orar sirve, nuestra alma lo agradece y nuestra mente
también.
De todos ustedes afectísimo en Cristo,
Antonio Garelli
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Solo por el gusto
de proclamar El Evangelio.
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